—Critón, debemos un gallo
a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda —y no habló más.
[...]
Como si la Providencia
anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de
Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo
rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al
caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que
huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.
Conoció Critón el intento
del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y
cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a
transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no
para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquél, y no otro, era el
que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del
encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.
Al parecer, el gallo no
era del mismo modo de pensar, porque en cuanto notó que un hombre le perseguía
comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin
duda.
Conocía el bípedo
perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto
de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc.,
etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta
filosofía.
“Pero buena cosa es”, iba
pensando el gallo mientras corría y se disponía a volar lo que pudiera, si el
peligro arreciaba, “buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar
en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran
conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en
que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo,
pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo”.