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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

Roberto Martínez Bachrich, La voz del animal


“Los enigmas son tres; la muerte, una”. Es la advertencia animal, cálida y amenazante, dulce y feroz, que hace la princesa Turandot al osado extranjero cuando verbaliza y vive “In questa reggia”, una de las arias más terriblemente emocionantes de la historia de la ópera.

El caso de la princesa podría fascinar a cualquiera. Su vida, quiero decir. La acumulación de tedios, deseos y miedos que la constituyen como sujeto; el lujoso horror de esa herencia ancestral que la convierte en el ser casi mítico –“princesa de hielo, de muerte”, la llaman– que entona esa aria, en ese momento, cuando en pleno segundo acto la protagonista de la ópera abre la boca por vez primera sobre el escenario para contarle su historia al extranjero, para retarlo y tentarlo con el premio; para amenazarlo, también, de muerte.

Se trata de la virgen que ofrece su más preciado trofeo, su cuerpo, su herida, su tránsito definitivo a lo abierto femenino, y con eso, además, una vida y un reino, pero a costa de la muerte de quien se arriesgue a pedir su mano si no logra adivinar los tres enigmas.

Laten allí la frescura y la inocencia tramadas al horror y la atrocidad del asunto. No puede separarse una cosa de la otra. La joven mujer que ofrece riqueza, sumisión, fidelidad, vida y territorio jamás transitado si el contendiente vence; pero la muerte, si el atrevido falla en la solución de los enigmas, es casi un paradigma de tensión dramática. La riqueza de la cuestión no está sólo en la complejidad de la trama, en el posible deseo de Turandot de liberarse del estigma, en sus previsibles y secretas ganas de hacerse la mujer del hombre indicado de una buena vez, en la conciencia de su poder y en el siniestro regodearse en la amenaza, tierna y horrible, de que fallar implicaría el fin de la vida, el cese, la decapitación. Todo eso está en la historia, en el libreto de Adami y Simoni, en la alada música de Puccini, pero también –y sobre todo– en las sutilezas de la voz que registra y expresa ese momento decisivo en que las cartas se ponen sobre la mesa y se inicia el macabro juego.

La vasta gama de inflexiones y la multiplicidad de matices y tonos, la precisa aspereza cuando se requiere, todo eso permite que esta historia se encuentre contenida en la voz de María Callas. Al menos en esa aria su victoria artística es definitiva. Porque la verdad es que no hay que entender italiano o conocer el argumento de la ópera, no hay que saberse el texto del aria o conocer la pasión de Puccini por esas historias de exótica truculencia, de emociones excesivas que azotan el alma. La voz pone en escena todo el asunto, y hasta un adolescente de Siberia o la Isla de Pascua es capaz de sentir en esa voz la fuerza de una historia que desconoce pero que puede –voz mediante, en todo su arte– sospechar, prefigurar, vagamente imaginar y, sobre todo, sentir, piel y pecho bien adentro. [...]

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Después de oír mil veces esa aria, por esa voz, tuve la oportunidad de volver a ver Turandot. Esta vez en la Piazza del Campo, en Siena, sin duda una de las plazas más hermosas del mundo, con su inestable geología y la aparente arbitrariedad y diversidad arquitectónica de los palacios que trazan su límite. Se trataba de un montaje al aire libre, fastuoso y derrochador, nada amateur sino profesionalísimo. Y cuando se acercaba el momento de “In questa reggia”, mi emoción estaba tres octavas más allá de lo normal, sea lo que sea que quiera decir eso. Naturalmente, fue una horrible decepción. No era esa aria, no era esa soprano; era otra cosa, correcta, virtuosa, me atrevería a decir que hasta potente y admirable, pero en cualquier caso otra cosa. No tenía, como la versión de la Callas en los cincuenta, esa conjunción de elementos que logra, a veces, la obra de arte definitiva. Faltaba el animal. El animal que le habla al animal. El que funda, fractura o remueve algo en un lugar impreciso del ser, acaso en los fondos abisales del alma, en las dorsales oceánicas del corazón.


Roberto Martínez Bachrich, La voz del animal, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 31.








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[U]na grabación de la ópera y el coro de La Scala dirigidos por Tullio Serafin y en donde María Callas representaba a la princesa Turandot.

El recuerdo es nítido, redondo. Echado en la estrecha cama de la pensión, escuché –escuché de verdad, por primera vez– “In questa reggia”. Y caí rendido ante el impacto.