Diurno para una vendedora de dulces
Vendía dulces para que
una mañana
no fuera el hambre tan
amarga,
sus caramelos se hacían
luciérnagas sobre su pobreza,
sus chicles se traían
embalsamado el trópico
en cajitas que sonaban a
mango
con un nombre de luto en
lejanía.
Otras veces vendía
cacahuates,
se parecían a su piel,
a la luz envejecida sobre
su rostro,
a su vestido viejo sin
planchar,
a su asilo olvidado en la
banqueta.
La risa de los niños se
arrodillaba en las panaderías,
en los cristales de los
restaurantes,
como un rosal llorando a
los siete años,
y le compraban chocolates
que a la salida del
colegio se hacen como
leño quemado entre los
sueños.
Hoy no está más.
Hoy es domingo.
La diplomacia de la
policía
la llevó consignada
por el delito de hambre a
la intemperie.
Mañana será lunes.
El sordo lunes de los
pobres
en los que amanecemos
debiéndole hasta el martes.
¿Qué voy a decir a los
pájaros
que vestidos por las doce
del día
le compraban ciruelas?
Y en la banqueta de los
cacahuates,
qué voy a hacer si a la
salida del colegio
algún niño pregunta: “¿En
dónde está la vieja
que regalaba a todos
por sólo diez centavos la
alegría?”