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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

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e.

Mi nombre es Alan. Nací en los ochenta, en el gabacho. Viví en México de niño, en la Irrigación; regresamos a Los Ángeles, mis padres murieron envenenados. Soy huérfano. No soy güero. Sí soy wero. No.

Luego de ser expulsado del instituto, por pacheco, me vine para México. Ya nada tenía yo en L.A., así que, desde esta Aztlán inventada, hice mi propia peregrinación, que pinté debidamente, al año, en una tira. Aquí llegué, al Anahuac. Terminé mis estudios de forma abierta a interpretaciones. Ingresé a San Carlos. Aprendí a hacer pinturas sobre lienzos.

Quiero volver a mi materia. O sea, pero... yo estaba bien loco cuando tenía veinticinco años. Estaba muy solo, pese a desear la compañía. Mi estupidez o mi orgullo me impedían el trato con otras personas, y yo me gloriaba en ello. Por lo tanto buscaba nada de nadie. Mi pintura, pensaba, necesita conocimiento. No amistades, no redes sociales, no fiestas, no sentimiento, sino conocimiento. Pero soy hombre, duro poco...

Pintando en las ruinas me fui adentrando en el México prehispánico: me parecía imposible de entender el porqué de la destrucción de los aztecas, y, como los informantes de Sahagún, yo también me preguntaba si acaso nuestros dioses habían muerto. ¿Qué se había hecho el de los colmillos y anteojeras, el otro torvo y color de niño con sus brazos azules y sus piernas azules, y el del espejo humo negro de obsidiana, y la señora del faldellín de serpientes, y la señora de las inmundicias, y el señor descarnado, y nuestra abuela, y el señor de lejos, y las grandes bocas de la tierra y del sol? Todo destruido, todo tirado, todo muerto por siempre, vivo, tan sólo, entre aquellos de los que hablo con reverencia, sí, y con espanto, los propiamente llamados tlacatecólotl. No sólo son hombres-búho: también son tlacatéotl, hombres de dios, y tlaamahuiques, hombres que lo intentan atrapar a uno, y tlacateccatl, acomodadores de hombres.

Yendo y viniendo por basamentos y salones topé con uno. El nombre castellano de este hombre era el profesor Esparza, quien daba, en un helado anexo universitario, una clase sobre el Códice Borgia y el Borbónico. Esparza era un hombre gallardo, frío, que nunca parecía estar cómodo, uno de esos indios prusianos, oí decir un día o lo leí en una app. Recordaba de pronto a Johnny Depp. Su mirada era profunda. Nunca supe si al final había desprecio o caridad.


Pablo Soler Frost, Vampiros aztecas, ilust. PSF, México, Taller Ditoria, 2015.