e.
Mi nombre es Alan. Nací en los ochenta, en el gabacho. Viví
en México de niño, en la Irrigación; regresamos a Los Ángeles, mis padres
murieron envenenados. Soy huérfano. No soy güero. Sí soy wero. No.
Luego de ser expulsado del instituto, por pacheco, me vine
para México. Ya nada tenía yo en L.A., así que, desde esta Aztlán inventada,
hice mi propia peregrinación, que pinté debidamente, al año, en una tira. Aquí
llegué, al Anahuac. Terminé mis estudios de forma abierta a interpretaciones.
Ingresé a San Carlos. Aprendí a hacer pinturas sobre lienzos.
Quiero volver a mi
materia. O sea, pero... yo estaba bien loco cuando tenía veinticinco años.
Estaba muy solo, pese a desear la compañía. Mi estupidez o mi orgullo me
impedían el trato con otras personas, y yo me gloriaba en ello. Por lo tanto
buscaba nada de nadie. Mi pintura, pensaba, necesita conocimiento. No
amistades, no redes sociales, no fiestas, no sentimiento, sino conocimiento.
Pero soy hombre, duro poco...
Pintando en las ruinas me fui adentrando en el México
prehispánico: me parecía imposible de entender el porqué de la destrucción de
los aztecas, y, como los informantes de Sahagún, yo también me preguntaba si
acaso nuestros dioses habían muerto. ¿Qué se había hecho el de los colmillos y
anteojeras, el otro torvo y color de niño con sus brazos azules y sus piernas
azules, y el del espejo humo negro de obsidiana, y la señora del faldellín de
serpientes, y la señora de las inmundicias, y el señor descarnado, y nuestra
abuela, y el señor de lejos, y las grandes bocas de la tierra y del sol? Todo
destruido, todo tirado, todo muerto por siempre, vivo, tan sólo, entre aquellos
de los que hablo con reverencia, sí, y con espanto, los propiamente llamados
tlacatecólotl. No sólo son hombres-búho: también son tlacatéotl, hombres de
dios, y tlaamahuiques, hombres que lo intentan atrapar a uno, y tlacateccatl,
acomodadores de hombres.
Yendo y viniendo por basamentos y salones topé con uno. El
nombre castellano de este hombre era el profesor Esparza, quien daba, en un
helado anexo universitario, una clase sobre el Códice Borgia y el Borbónico.
Esparza era un hombre gallardo, frío, que nunca parecía estar cómodo, uno de
esos indios prusianos, oí decir un día o lo leí en una app. Recordaba de pronto a Johnny Depp. Su mirada era profunda.
Nunca supe si al final había desprecio o caridad.
Pablo Soler Frost, Vampiros aztecas, ilust. PSF, México, Taller Ditoria, 2015.