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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

El resto del cuarto era tan llamativo como un tinaco a medianoche. La visión lo cautivó desde un principio. Las visiones nunca son realmente lo que aparentan. Sin embargo, esta visión lo mantenía en un estado de desasosiego peculiar: era un tipo de malestar que en verdad no molesta por ser una sensación que prácticamente se adhiere a nuestro ser como una segunda piel, por el aire familiar que porta; era un dolor que se pierde en lo cotidiano, como la vida misma. Tal vez ésa era la visión: la vida. Pero no, era algo más. Aguzó la mirada para poder distinguir lo que sucedía a través de la ventana. Por un momento pensó que la visión era la ventana y no lo que acontecía del otro lado. Decidió deshacerse del malestar. Cerró las cortinas.

La visión persistía. Las cortinas únicamente adornaron la visión. Tuvo que ir al baño a vomitar. Dentro de todo, era muy pulcro. El lavabo del baño parecía el recipiente de una ensalada podrida. Decidió no comerla, aunque tenía hambre; era lógico, acababa de vomitar. De súbito, recordó la visión. Volvió a vomitar. Continuaba el hambre... es lo único que jamás cesa.

Luis Alberto Ayala Blanco, Eterno retorno, ilust. LAAB, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2010, Colección del Semáforo, 11.











¿Sabremos escribir la biografía
del instante,
seguir el ritmo de su profusión,
mimetizarnos en su ascenso espléndido
y hacer una brevísima,
eterna pausa en
su apogeo?
Después
–un instante
después–,
¿sabremos simplemente desaparecer?,
¿desvanecernos como el mundo cuando par-
padeamos?
Sabemos ser en el durante,
que es siempre, indefectiblemente
ahora,
no hay atrás, no hay adelante
sino ya:
arde
la hoguera que cuidamos como tribu.
El baile de esa flama
es un intenso y sostenido zapping
(aullamos en los límites),
un Aleph crepitante
que nos pasma.
El ojo de la mente se parcela:
(Dos puntos:)
va desdoblando sus provincias
el genoma
ante los ojos fascinados del cartógrafo;
con sobresalto metafísico,
el clon descubre que la copia es él;
cuando hay más voces y colores congregados,
un hombre se detona en el mercado;
crecen exponencialmente las olas;
un padre hereda a su hijo
una migaja de pobreza idéntica
a la que él mismo recibió de niño;
un ave entona el postrer trino
de su especie;
nos obsesionan estas ruinas: CO2;
un clic
recorta todas las distancias;
en la soleada tarde
se encierran niños a jugar con máquinas
individuales;
dos cuerpos arden;
un artista total
cubre con huesos de sardina
los santos muros de una catedral;
el agua de la espada aún
chorrea;
un velocista le arrebata una milésima
a un libro de registros;
tres hombres apedrean a una mujer;
un héroe trágico,
de nombre Zinedine,
con gran puntualidad cumple un destino;
tú creces y te afinas;
nosotros nos seguimos disolviendo en un
nosotros;
los ecos del Big Bang aún resuenan,
melancólicos,
como ruido de fondo...

Julio Trujillo, Ex profeso / (Drama en verso), Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2010, Colección del Semáforo, 6.











Mi suicida no cree en la inmortalidad del alma, y habla de ello desde el principio del artículo. Poco a poco, pensando en que la vida no tiene fin, arrebatado por el odio contra la muda inercia de lo que le rodea, llega a la convicción de que la vida humana es una absurdidad. Se le presenta como algo tan claro como la luz del día el que únicamente aquellos hombres semejantes a los animales y que satisfacen necesidades puramente animales pueden consentir en vivir. Éstos viven “para comer, beber y dormir”, como los brutos “para construir su yacija y procrear hijos”. Tragar, roncar y hacer porquerías es algo que todavía seducirá al hombre por mucho tiempo y le ligará a la Tierra; pero no a mí, hombre de tipo superior, claro está. Sin embargo, hombres de tipo superior han sido siempre los que han reinado sobre la Tierra, y no por eso las cosas han dejado de suceder de otro modo.

Pero hay una palabra suprema, una idea suprema, sin las cuales la Humanidad no puede vivir. Muchas veces esa palabra es pronunciada por un hombre pobre, sin influencia, hasta perseguido. Pero la palabra pronunciada y la idea expresada por ella no mueren, y más tarde, a pesar del triunfo aparente de las fuerzas materiales, la idea vive y fructifica.

Dice N.P. que la aparición de tal confesión en mi Diario es un anacronismo ridículo, porque estamos ahora en el siglo de las “ideas de hierro”, de las ideas positivas; en el siglo de “la vida sobre todo”. Por esto, sin duda, han aumentado tanto los suicidas entre las personas inteligentes y cultivadas. Aseguro al honorable N.P. y a todos sus semejantes que el hierro de las ideas se trueca en algo muy blando cuando la hora llega. Para mí, una de las cosas que más me preocupan cuando pienso en nuestro porvenir, es precisamente el progreso de la falta de fe. El descreimiento en la inmortalidad del alma arraiga cada vez más o, por mejor decir, hay en nuestros días una absoluta indiferencia para esa idea suprema de la existencia humana: la inmortalidad. [...] Y sin esta idea suprema de la inmortalidad del alma humana no pueden existir ni un hombre ni una nación. Todas las restantes grandes ideas derivan de aquélla.

Mi suicidado es un apasionado propagandista de su idea: la necesidad del suicidio; pero no es ni un indiferente, ni un “hombre de hierro”. Sufre realmente; creo haberlo hecho comprender. Es para él demasiado evidente que no puede vivir; está convencido de que tiene razón y que no se le puede refutar. ¿Para qué vivir, si está convencido de que es abominable el vivir una vida animal? Se da cuenta de que hay una armonía general; su conciencia se lo dice, pero no puede asociarse a ella. No lo comprende... ¿Dónde, pues, está el mal? ¿En qué se ha equivocado? El mal está en la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma.

Sin embargo, ha buscado con todas sus fuerzas el sosiego y la reconciliación con lo que le rodea. Ha querido hallarlos en el “amor de la Humanidad”. Pero esto también se le escapa. La idea de que la vida de la Humanidad no es más que un instante; de que todo, más tarde, se reducirá a cero, mata en él hasta el mismo amor de la Humanidad. [...] Declaro, pues, que el amor de la Humanidad es completamente imposible sin una creencia en la inmortalidad del alma humana. Los que quieren reemplazar esta creencia por el amor por la Humanidad depositan en el alma de los que han perdido la fe un germen de odio contra la Humanidad. [...] Hasta afirmo que el amor por la Humanidad es en general poco comprensible (léase inasible) para el alma humana. Sólo el sentimiento puede justificarlo, y este sentimiento no es posible más que con la creencia en la inmortalidad del alma humana. (Y además, sin pruebas).

Fedor Dostoyevski, Diario de un escritor (Dos ensayos: “La moral tardía” y “Afirmaciones sin pruebas”), retrato del autor: Roberto Rébora, México, Taller Ditoria, 2015, Colección del Fusil / Lecturas de JJ. Tomado de Fedor Dostoyevski, Diario de un escritor, trad. José García Mercadal, Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1960, Colección Austral, 1262.











La Colonia está más cerca de nosotros de lo que imaginamos. El “hondo sentimiento de menor valía”, el famoso complejo de inferioridad privativo del mexicano, origen de “todas sus virtudes y de todos sus defectos” [José E. Iturriaga, La estructura social y cultural de México], es un sentimiento brotado en la Colonia. La sujeción política a un extranjero que gobernaba como un representante de la divinidad, su total dependencia económica, el hecho de que el mexicano careciera de oportunidades para intervenir en la vida pública o en la dirección de las empresas comerciales o industriales, la subordinación a la técnica y a la cultura del conquistador, le crearon la convicción de que todo lo extranjero, por el solo hecho de serlo, era lo mejor. [...] El temor a comprometerse con una palabra sospechosa de rebeldía, la desconfianza que inspira el esclavista profesional, y el recelo a ser engañado, burlado y escarnecido por un hombre superior y en continuo asecho de ventajas, propios del criollo, se extremaron en indios y mestizos al grado de convertirse en la imagen misma del silencio reticente y de la torva y misteriosa suspicacia. “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación” [Octavio Paz, El laberinto de la soledad]. Todo es acto de defensa, pero también de entrega desdeñosa al aniquilamiento. Su terrible violencia y su espíritu cargado de explosivas represiones pierden su significado ante la indiferencia, esa especie de parálisis con que el mexicano se complace en destruirse. La indiferencia no sólo es resultado de una desconfianza hacia su mundo hostil, sino la desoladora certidumbre de su desamparo, de la ineficacia de su intervención, de que todo anda mal y no vale la pena de preocuparse por nada.

La indiferencia es, sin duda, el fruto de una vieja certeza de que los bienes y los goces del mundo no le pertenecen. Quien ha nacido en una Colonia donde las cosas tienen un dueño extranjero termina siendo un indiferente animado de oscuras intenciones destructoras. Estamos frente a un caso de nihilismo que comprende lo mismo al árbol y a la tierra, que al gobierno, a la improvisación y al dispendio. El mexicano puede ver, sin alterarse, cómo arde un bosque. Es capaz de presenciar una destrucción o un despilfarro sin decir palabra. Sabe que el monte quemado y la tala y la destrucción y el saqueo y la injusticia obedecen a un sistema de despotismo, a intereses superiores e intocables. La concesión, el cacicazgo, el monopolio, el favoritismo, los vicios de la Colonia, establecen una realidad contra la cual se considera vencido de antemano.

[...]

El mexicano, en materia política, nunca da la cara. Se mueve, cauteloso y lleno de recelo, como si aún se enfrentara, con armas prohibidas y voces en sordina, al aparato represivo de la Colonia. Su antagonismo y la triste idea que se ha formado de todo gobierno, a semejanza del criollo, no determinan una resuelta intervención en la política. ¡Y por otro lado, qué exhibición de servilismo! El espectáculo que ofrecían las antesalas gubernamentales a finales del siglo XVI y la pegajosa adulación de Baltasar Dorantes de Carranza son notas comunes a las dos burocracias. El hombre colonial no sólo piensa que el gobierno le es ajeno, sino que los bienes y las cosas de su patria le son igualmente ajenos. Condenado a vivir de prestado en un mundo carente de oportunidades y de estabilidad, lejos de preocuparse en acrecentar su escaso patrimonio, cuando reúne algún dinero, lo derrocha, hundiéndose en una orgía dolorosa y brutal que recuerda a los viciosos pobres de la novelística rusa, a quienes aniquila la certidumbre de su impotencia y de su culpa. En las clases superiores el derroche toma formas similares al que tomó en las épocas del segundo Marqués del Valle de Oaxaca. El despilfarro en automóviles lujosos, el afán de sobresalir, la presunción espectacular, originan gastos enormes y dan lugar a esos contrastes violentos y desgarradores [...]. La revelación de tanta miseria en el pueblo, “la miseria que se establece y sanciona desde el primer día de la Colonia”, justifica en exceso el carácter fatalista del mexicano, su desprecio a la vida, su resentimiento, el esperarlo todo del milagro, el encenderle una vela a la Virgen y el colocar bajo su peana, con su esperanza desatentada, el billete de lotería en el que gastó sus últimos centavos.


Fernando Benítez, Sobrevivencia del hombre colonial / Los primeros mexicanos: la vida criolla en el siglo XVI, retrato del autor: Roberto Rébora, México, Taller Ditoria, 2012, Colección del Semáforo, 25. Publicación autorizada por María Georgina Conde Taboada.














Diurno para una vendedora de dulces

Vendía dulces para que una mañana
no fuera el hambre tan amarga,
sus caramelos se hacían luciérnagas sobre su pobreza,
sus chicles se traían embalsamado el trópico
en cajitas que sonaban a mango
con un nombre de luto en lejanía.

Otras veces vendía cacahuates,
se parecían a su piel,
a la luz envejecida sobre su rostro,
a su vestido viejo sin planchar,
a su asilo olvidado en la banqueta.

La risa de los niños se arrodillaba en las panaderías,
en los cristales de los restaurantes,
como un rosal llorando a los siete años,
y le compraban chocolates
que a la salida del colegio se hacen como
leño quemado entre los sueños.

Hoy no está más.
Hoy es domingo.
La diplomacia de la policía
la llevó consignada
por el delito de hambre a la intemperie.
Mañana será lunes.
El sordo lunes de los pobres
en los que amanecemos debiéndole hasta el martes.

¿Qué voy a decir a los pájaros
que vestidos por las doce del día
le compraban ciruelas?
Y en la banqueta de los cacahuates,
qué voy a hacer si a la salida del colegio
algún niño pregunta: “¿En dónde está la vieja
que regalaba a todos
por sólo diez centavos la alegría?”

Juan Bautista Villaseca, Este México triste, 1ª ed. (tipográfica), introd. “Esencia y contingencia en Juan Bautista Villaseca”: José Manuel Recillas, ilust. Roberto Rébora, México, 2011; 2ª ed. (facsimilar), introd. “Otro corazón donde habitar / Addenda 2017”: José Manuel Recillas, ilust. Roberto Rébora, Taller Ditoria-Secretaría de Cultura, 2017.