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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

La Colonia está más cerca de nosotros de lo que imaginamos. El “hondo sentimiento de menor valía”, el famoso complejo de inferioridad privativo del mexicano, origen de “todas sus virtudes y de todos sus defectos” [José E. Iturriaga, La estructura social y cultural de México], es un sentimiento brotado en la Colonia. La sujeción política a un extranjero que gobernaba como un representante de la divinidad, su total dependencia económica, el hecho de que el mexicano careciera de oportunidades para intervenir en la vida pública o en la dirección de las empresas comerciales o industriales, la subordinación a la técnica y a la cultura del conquistador, le crearon la convicción de que todo lo extranjero, por el solo hecho de serlo, era lo mejor. [...] El temor a comprometerse con una palabra sospechosa de rebeldía, la desconfianza que inspira el esclavista profesional, y el recelo a ser engañado, burlado y escarnecido por un hombre superior y en continuo asecho de ventajas, propios del criollo, se extremaron en indios y mestizos al grado de convertirse en la imagen misma del silencio reticente y de la torva y misteriosa suspicacia. “Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación” [Octavio Paz, El laberinto de la soledad]. Todo es acto de defensa, pero también de entrega desdeñosa al aniquilamiento. Su terrible violencia y su espíritu cargado de explosivas represiones pierden su significado ante la indiferencia, esa especie de parálisis con que el mexicano se complace en destruirse. La indiferencia no sólo es resultado de una desconfianza hacia su mundo hostil, sino la desoladora certidumbre de su desamparo, de la ineficacia de su intervención, de que todo anda mal y no vale la pena de preocuparse por nada.

La indiferencia es, sin duda, el fruto de una vieja certeza de que los bienes y los goces del mundo no le pertenecen. Quien ha nacido en una Colonia donde las cosas tienen un dueño extranjero termina siendo un indiferente animado de oscuras intenciones destructoras. Estamos frente a un caso de nihilismo que comprende lo mismo al árbol y a la tierra, que al gobierno, a la improvisación y al dispendio. El mexicano puede ver, sin alterarse, cómo arde un bosque. Es capaz de presenciar una destrucción o un despilfarro sin decir palabra. Sabe que el monte quemado y la tala y la destrucción y el saqueo y la injusticia obedecen a un sistema de despotismo, a intereses superiores e intocables. La concesión, el cacicazgo, el monopolio, el favoritismo, los vicios de la Colonia, establecen una realidad contra la cual se considera vencido de antemano.

[...]

El mexicano, en materia política, nunca da la cara. Se mueve, cauteloso y lleno de recelo, como si aún se enfrentara, con armas prohibidas y voces en sordina, al aparato represivo de la Colonia. Su antagonismo y la triste idea que se ha formado de todo gobierno, a semejanza del criollo, no determinan una resuelta intervención en la política. ¡Y por otro lado, qué exhibición de servilismo! El espectáculo que ofrecían las antesalas gubernamentales a finales del siglo XVI y la pegajosa adulación de Baltasar Dorantes de Carranza son notas comunes a las dos burocracias. El hombre colonial no sólo piensa que el gobierno le es ajeno, sino que los bienes y las cosas de su patria le son igualmente ajenos. Condenado a vivir de prestado en un mundo carente de oportunidades y de estabilidad, lejos de preocuparse en acrecentar su escaso patrimonio, cuando reúne algún dinero, lo derrocha, hundiéndose en una orgía dolorosa y brutal que recuerda a los viciosos pobres de la novelística rusa, a quienes aniquila la certidumbre de su impotencia y de su culpa. En las clases superiores el derroche toma formas similares al que tomó en las épocas del segundo Marqués del Valle de Oaxaca. El despilfarro en automóviles lujosos, el afán de sobresalir, la presunción espectacular, originan gastos enormes y dan lugar a esos contrastes violentos y desgarradores [...]. La revelación de tanta miseria en el pueblo, “la miseria que se establece y sanciona desde el primer día de la Colonia”, justifica en exceso el carácter fatalista del mexicano, su desprecio a la vida, su resentimiento, el esperarlo todo del milagro, el encenderle una vela a la Virgen y el colocar bajo su peana, con su esperanza desatentada, el billete de lotería en el que gastó sus últimos centavos.


Fernando Benítez, Sobrevivencia del hombre colonial / Los primeros mexicanos: la vida criolla en el siglo XVI, retrato del autor: Roberto Rébora, México, Taller Ditoria, 2012, Colección del Semáforo, 25. Publicación autorizada por María Georgina Conde Taboada.