Tal vez hace
trescientos años la hubieran acusado de bruja –a lo menos de loca– y quemado en
la hoguera, pero hemos ampliado nuestros horizontes. Se asume, generalmente,
que en el infinito del conocimiento hemos avanzado algunos pasos –ya avanzar
sólo implica movimiento–. Así que su carácter desviado fue considerado una
anomalía, un problema mental, y la diagnosticaron con toda formalidad:
señorita, usted sufre de lo que se conoce como trastorno afectivo bipolar. Es
orgánico, se trata de una alteración patológica, le dijeron. Nada tenía que ver
con su persona; como una guarnición la complementaba, inevitablemente alteraba su
sabor, pero no era ella. Fue entonces cuando dejó la adolescencia para entrar
en el estéril mundo psiquiátrico. Comenzó a tomar un medicamento en
presentación inofensiva, ella y sus emociones extremistas se controlaron. Ya no
pasaba por esos truculentos bajones, pero tampoco tenía momentos de euforia;
los días buenos no parecían tan buenos sin los malos. Es mejor así, para todos,
le dijeron.
Se sentía estable,
todo se mantenía en su justo medio gracias a las chiquitinas blancas,
insuperables artificios de entumecimiento. Era un equilibrio impuesto, de
decisiones en apariencia propias cuando, en realidad, la bifurcación ya estaba
dada. Sin conciencia de su voluntad, comenzó a dejar de tomarse algunas
pastillas, quizá con la esperanza tintineante de que su situación hubiera
cambiado. No era así. Cuando se dio cuenta de esto, ya alucinaba: la paranoia
acosaba en voces susurrantes y seres ficticios que la perseguían.
En una de sus
alucinaciones sentía figuras alienígenas que reptaban por su piel. Su madre estaba
en casa y presenciaba desolada la locura de la hija, tratando de calmarla.
Escalofriantes hasta los huesos, pululaban los cuerpos extraños en el
departamento: detrás de los sofás, debajo de la mesa, dentro de los jarrones,
entre las cortinas. En su histeria, miedosa y gritando, volteó hacia la
ventana. Parecía ser su salvación –ese azul de afuera–, y se lanzó hacia los
brazos inexistentes que la acogían. Su madre alcanzó a rozarle la mano.
Una muerte triste,
cualquiera diría. Aquellos que escuchan la anécdota se sienten ligeramente mal
por la madre. Pobre señora, ¡qué trauma! Pero con rapidez pasan a otro tema en
la conversación de sobremesa: lo deliciosa que estuvo la comida o cualquier
cosa que flote hacia la superficie. La tragedia no puede vivir con nosotros
hasta cuando cuchareamos el postre, ¿o sí?
La conversación
continúa hacia tonos más alegres. Observo cómo las seis personas sentadas ríen,
como estúpidos, o así me lo parece, no sé cuál es la broma. Ellos siguen
disfrutando: rellenan una y otra vez sus copas de vino ya manchadas. Vierten el
líquido por sus gargantas y comienzan a arrastrar las palabras, tropiezan sobre
ellas como si fueran piedrecitas. La embriaguez se ve en sus bocas, ya de un
tono púrpura: labios, dientes, lenguas, gargantas, intestinos. lo único que
registro son sus bocas en movimiento. No puedo escuchar las palabras con las
que se deshonran porque el ruido en el restaurante es aplastante. A mi
alrededor toda la gente está en el mismo estado sin memoria. El cuarto se llena
de sonidos disonantes y el humo comienza a deslizarse hacia las esquinas,
acariciando daca centímetro con su olor.
Ni siquiera estoy
cansada, sólo asqueada por la manera en que todos caen en un olvido delirante.
Ya a nadie le importa los entristecedores sucesos que ocurren afuera de estas
paredes –ni lo que ocurren adentro–. Siento empujones en el respaldo de mi
silla mientras el lugar se llena de más gente. Ya llegó la madrugada, estoy
segura. Pero adentro sigue oscuro, en parte por la falta de iluminación y en
parte por todo el humo que ataca mis ojos. Siento el mismo ahogo que mis ojos
sienten en todos los órganos internos.
En ese
enclaustramiento, volteo hacia la única ventana del lugar: afuera se puede ver
cómo entre algunos edificios, en la línea del horizonte, el sol sale lento para
saludar a este lado del mundo. El cielo se torna azul claro, un color autónomo.
La ventana parece ser aquel escape hacia el idilio del perfecto amanecer, el
único esperanzador, la salvación ante la locura amenazante.
Alexia Halteman, Luminosidad
de una ventana / Luminosity of a Window, ed. bilingüe de la autora, Guadalajara,
Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 29.