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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

Rafael Gumucio, La inocencia del mal

Sin orgullo, nuestros pecados son humanos; con orgullo, se vuelven divinos, es decir, satánicos. Pasan de ser un exceso de vida a un intento de pasar sobre ella, tocar sin mancharse, gritar sin gritar, amar sin amar. Como el amigo de una amiga que, en plena riña con su esposa, lanzó por la ventana a su bebé recién nacido, quince metros para abajo; como el presidente del FMI que por cinco minutos de sexo antes de ir al aeropuerto destruyó su carrera; como los jóvenes borrachos que en una plaza de Chile le dibujaron esvásticas en la piel previamente meada al amigo homosexual que habían jurado cinco minutos antes proteger; como el caníbal alemán que alegó consentimiento mutuo mostrando a la corte la imagen de su víctima comiendo su propio pene flameado en Grand Marnier; o como el otro caníbal, esta vez japonés, que tranquilo y feliz da una entrevista acariciando un gato mecánico a pila que duerme la siesta sobre sus piernas. En todos ellos hay algo más que el simple deseo de comer, besar, matar, que las simples ganas de ejercer sus instintos hasta el límite. En todos ellos la rabia, el hambre, el sexo quisieron ser Dios, decidiendo la vida y la muerte de sus semejantes seguros de que nada ni nadie podía alcanzarlos.

Es ese pecado sin fondo, es ese pecado infinito el que en la conversación más insubstancial o en el discurso más incendiario nos vemos obligados a alabar, cantar, subrayar sin pensar. Qué orgullo sentí cuando le dieron un diploma a mi hijo, qué orgullosos deben sentirse los brasileños de haber ganado tantas veces la Copa del Mundo, ¿cómo aceptas que te humille así esa tonta, no tienes orgullo acaso? Una victoria que alcanza de a poco su sinónimo, la soberbia: soberbio caballo con el que el soberbio general ganó soberbiamente la batalla. Ninguno de los otros seis pecados capitales ha conseguido semejante éxito: la lujuria, que por generaciones pareció liderar el club de los pecados por legalizar, cayó en manos del SIDA, descuartizada por los doctores, denunciada por la prensa. El matrimonio monógamo y para toda la vida, a punto de desaparecer cuando mis padres eran jóvenes, es hoy el más sentido reclamo de la comunidad homosexual. En plenos años ochenta, a Gordon Gekko, el protagonista de Wall Street de Oliver Stone, le costó toda una película decir en voz alta que la codicia tal vez era buena. Lo pagó con cárcel, traición y soledad. Lo abandonaron hasta sus socios más encarnizados, horrorizados por su franqueza innecesaria. La glotonería, que pareció reemplazar a la lujuria y la codicia cuando a éstas se les exigió dar explicaciones, recibe hoy el tratamiento de pandemia que antes recibieron la depresión (la antigua pereza) y la ira, en manos de los anger management.


Rafael Gumucio, La inocencia del mal, ilust. Roberto Rébora, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2012, Colección del Semáforo, 19.