Acerca la editorial

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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

n

lo bueno se comparte
lo malo se contagia

lenguaje
virus o herramienta.

Sebastián Goyeneche, Ginkgo biloba (ilust. Sebastián Goyeneche, Colección del Semáforo, 27, México, Ditoria Hormiga, 2013)











Nuestras plegarias son el eco
del trabajo de las llamas
que levantaban de la nada un muro.
Algo en nosotros no confía en los muros
que son inmóviles y torpes,
el muro que realmente conocemos habla,
tiene una voz y un rostro,
respira como un animal
y esa respiración nos da tranquilidad,
la sensación de un círculo cerrado.
Nadie se duerme sin un poco de ese círculo
en los labios.

Fabio Morábito, 8 poemas (introd. Javier Sicilia, ilust. Roberto Rébora, 2ª ed., México, Taller Ditoria, 2005; 1ª ed., México, Ditoria, 1997)














La última vez que lo vi era pequeño.

El teléfono sonó. Una voz temblorosa pedía socorro. Dije que se había equivocado. Insistió, necesitaba ayuda, sólo una palabra, una sola. Iba a colgar cuando una voz, femenina, me llamó por mi nombre. Sólo una palabra, repetía, qué cosa significa “plerama. Creí que era una broma, que había desmentido con ultraje a unos colegas, resentidos. Me pidió, suplicante, que abriera el diccionario. Pleuritis, pleonasmo, plétora. No estaba. Cerré el diccionario. No había acabado la maniobra cuando, entre las líneas compactas, ordenadas, de reojo, vi el punto. Corrí al teléfono, había colgado. Corrí al diccionario, marea, novedad, pleuritis. Estaba allí, palpablemente, no hay duda.

Desde hace tiempo iba indagando peripecias y cadencias de la vida. Estaba leyendo una novela rusa y había copiado una frase: “Yo también padezco lo fantástico: por eso me gusta vuestro realismo terrestre. Aquí, con vosotros, todo es determinado, reducido a fórmulas, geometrizado, ¡mientras que entre nosotros únicamente ecuaciones indefinidas!” Era el diablo quien hablaba.

Volví a abrir el diccionario y busqué: numen, oquedad, párvulo, plesiosaurios, pleuritis. [...]

Cuando desperté, el punto estaba allí, donde siempre. Cerré los ojos, táctica emérita para averiguar. Volví a abrirlos. Tenía que acercarme con cuidado, no cometer errores. Estiré las piernas, resbalaría como si nada del sofá, y lo sorprendería. Y que lo agarro: la faena se detuvo en la intención. [...] El punto escapó fuera del tapete, se movía. Cerré los ojos. Ya estaba frente a mí, arduo precisar la distancia. Se montó sobre mi cuerpo y advertí su peso. Me encontré volcado, mentiría si dijera cómo fue. Luego se bajó y lo perdí. La parálisis estaba suscitando menudas percepciones y un hormigueo fluyendo rumbo al cuello entumecía la garganta. [...]

El punto, de repente, me embistió. En principio con un brinco: me había rodeado e invadió el escenario ante mis despojos. Luego hacia el centro, luego adentro. Pensaba otra vez en las palabras, en las fórmulas, solamente ecuaciones indefinidas. [...] El trastorno ganó cuando, en el acto de retornarse uno, el punto confundió sus piezas con las mías, la onda de una llaga cercaba la resaca de la mente, y yo me conocí al verme lambiscar mi pensamiento y probaba infinita –infinita es la palabra–, infinita indiferencia por este ser humano cabalgado por un punto.

Marco Perilli, El punto (ilust. Vicente Rojo, México, Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 26)











3

Pero el tiempo no escucha, nos escarba,
nos amarra la uña a la tijera
del adiós, nos filtra la primavera
como corbata en luto que se carba.

Yo me hundo en mi piel como una larva,
yo alimento de hímenes mi espera,
tengo todos los siglos, y quisiera
un asfalto de alondras a mi barba.

Acompáñame pues hasta tu cuita,
y di mi nombre junto con la rosa,
siémbrame arado y péndulo en tu cita.

Sólo una vez entrégame la aurora,
sólo una vez arrójame a la fosa
la eternidad anclada en mi hora.

Juan Bautista Villaseca, La luz herida (presen. José Manuel Recillas, ilust. Roberto Rébora, México, Taller Ditoria, 2013)









Sobre los habitantes de Planilandia

Nuestra clase media está formada por triángulos equiláteros, o de lados iguales.

Nuestros profesionales y caballeros son cuadrados (clase a la que yo mismo pertenezco) y figuras de cinco lados o pentágonos. Inmediatamente por encima de éstos viene la nobleza, de la que hay varios grados, que se inician con las figuras de seis lados, o hexágonos. A partir de ahí va aumentando el número de lados hasta que reciben el honorable título de poligonales, o de muchos lados. Finalmente, cuando el número de lados resulta tan numeroso (y los propios lados tan pequeños) que la figura no puede distinguirse de un círculo, ésta se incluye en el orden circular o sacerdotal; y ésta es la clase más alta de todas.

Es una ley natural entre nosotros el que un hijo varón tenga un lado más que su padre, de modo que cada generación se eleva (como norma) un escalón en la escala de desarrollo y de nobleza. El hijo de un cuadrado es, pues, un pentágono; el hijo de un pentágono, un hexágono; y así sucesivamente.

Pero esta norma no se cumple siempre en el caso de los comerciantes, y aún menos en el de los soldados y los trabajadores, que difícilmente puede decirse, en realidad, que merezcan el nombre de figuras humanas, pues no tienen todos sus lados iguales. En su caso, por tanto, no se cumple la ley natural; y el hijo de un isósceles (i.e. un triángulo con dos lados iguales) continúa siendo isósceles. Sin embargo, no está descartada toda esperanza, incluso en el caso del isósceles, de que su posteridad pueda finalmente elevarse por encima de su condición degradada. Pues, tras una larga serie de éxitos militares, o de hábiles y diligentes esfuerzos, resulta generalmente que los más inteligentes de las clases de los artesanos y los soldados manifiestan un leve incremento de su tercer lado o base, y un encogimiento de los otros dos. Los matrimonios (preparados por los sacerdotes) entre los hijos e hijas de estos miembros más intelectuales de las clases más bajas dan generalmente como fruto un vástago que se acerca aún más al tipo del triángulo de lados iguales.

[...]

Si la chusma acutángulo hubiese estado sin excepción absolutamente privada de esperanza y de ambición podría haber hallado, en alguno de sus numerosos estallidos sediciosos, dirigentes con capacidad para convertir su fuerza y número superiores en algo excesivo incluso para la sabiduría de los círculos. Pero una sabia regla de Naturaleza ha decretado que el aumento de inteligencia, conocimiento y todo género de virtudes entre los miembros de las clases trabajadoras, vaya acompañado siempre de un aumento proporcional y equivalente del ángulo agudo (que es el que los hace físicamente terribles) que lo aproxime al ángulo relativamente inofensivo del triángulo equilátero. Sucede así que, entre los miembros más brutales y temibles de la clase militar (criaturas que se sitúan casi al mismo nivel que las mujeres en cuanto a la escasez de inteligencia), cuando aumenta la capacidad mental necesaria para emplear positivamente su tremenda capacidad de penetración, decrece esa misma capacidad de penetración.

¡Qué admirable es esta Ley de Compensación! ¡Y qué prueba tan perfecta de la armonía natural y, casi podría decir, del origen divino de la constitución aristocrática de los estados de Planilandia! Mediante un uso juicioso de esta ley de Naturaleza, los polígonos y los círculos son casi siempre capaces de sofocar la sedición cuando aún está en mantillas, aprovechando esa capacidad de esperanza ilimitada e invencible de la mente humana. También el arte acude en ayuda de la ley y el orden. Se considera generalmente posible (con una ligera compresión o expansión practicada por los médicos del Estado) convertir a algunos de los caudillos más inteligentes de una rebelión en individuos perfectamente regulares y admitirlos inmediatamente en las clases privilegiadas; a un número mucho mayor aún, que todavía se encuentran por debajo de la norma, encandilados por la posibilidad de acabar también ennoblecidos, se les induce a ingresar en los hospitales del Estado, donde se les mantiene en honorable confinamiento de por vida; sólo uno o dos de los más obstinados, necios e incorregiblemente irregulares acaban siendo ejecutados.

Entonces la chusma desdichada de los isósceles, sin planes ni dirigentes, son o atravesados sin resistencia por un pequeño cuerpo de sus propios hermanos a los que el círculo jefe tiene a sueldo para emergencias de este género, o bien (y es lo más frecuente) se les empuja, mediante el hábil estímulo por parte del partido circular de las envidias y sospechas que existen entre ellos, a una lucha intestina en la que perecen víctimas de sus mutuos ángulos. Nuestros anales registran nada menos que ciento veinte levantamientos, sin contar los estallidos menores, que suman los doscientos treinta y cinco; y todos ellos han terminado así.

Edwin A. Abbott (A. Square), Sobre los habitantes de Flatland (fragmento del tercer capítulo de la primera parte de Flatland / A romance of many dimensions, tomado de la edición de José J. de Olañeta, trad. José Manuel Álvarez Flórez; Colección del Semáforo, 14, México, Ditoria Hormiga, 2011)







—Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda —y no habló más.

[...]

Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud.

Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquél, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses.

Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar, porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda.

Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía.

“Pero buena cosa es”, iba pensando el gallo mientras corría y se disponía a volar lo que pudiera, si el peligro arreciaba, “buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo”.

Leopoldo Alas Clarín, El gallo de Sócrates (México, Taller Ditoria, 2014; tomado de: Leopoldo Alas Clarín, Cuentos, México, Porrúa, 2004, “Colección Sepan Cuantos...”)