Acerca la editorial

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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

En esos paisajes es muy importante el tratamiento del detalle, no porque busque una verosimilitud realista o una transcripción fotográfica del asunto, sino justamente por todo lo contrario, porque busca volver subjetivo ese paisaje sin derivar hacia la abstracción o el impresionismo. Como estos últimos, busca pintar el alma, pero entiende el lugar de residencia de elementos más inmediatos: el alma también es tangible, tiene color, contornos: ese campo por donde yo camino y mientras lavo la ropa miro hacia el horizonte. Esa cualidad del paisaje también se encuentra en los “paisajes interiores”, es decir, en los cuadros que representan habitaciones y espacios de la casa.

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Esto es evidente en las naturalezas o bodegones, al igual que en las floras. Ante un bodegón clásico, flamenco o español, se suele pensar que en el trópico no se acostumbra este tipo de pintura porque ya lo hace la naturaleza en sí, pero hay una diferencia fundamental: el claroscuro. La naturaleza muerta tiende a ser sombría, incluso lúgubre, y sólo el deslumbramiento ante las “obras maestras de la naturaleza” descritas por los botánicos viajeros hace irrumpir la luz en ellas [...]. Al pintar, inmediatamente se quiere no tanto domesticar o civilizar el fenómeno natural sino entenderlo, y Soledad Tafolla busca conservar esa cercanía con esas cosas, que no son exactamente cosas, las frutas y las legumbres, las flores y las vasijas. Llega a sorprender la sencillez con que se presentan sin perder evidencia. [...] Estos cuadros están llenos de antojos, de llamadas a los sentidos, en donde los colores son olores y sabores, pulsiones en sentido psicológico.

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Los grandes pintores de bodegones parecen estar particularmente dotados para realizar retratos; sin embargo, hay que estar conscientes de que se trata de un salto mortal, salto que Soledad da como si no le costara trabajo. La humanidad no es, no puede ser naturaleza muerta, ni siquiera en los retratos de los difuntos. Hay ese elemento de afectividad [que] involucra en este caso al retratado o modelo [...] una persona, por lo tanto, única e irrepetible, que se busca plasmar como tal.

Sin otra arma que esa convención y su manera de mirar, la artista se enfrenta a su modelo, lo rodea de elementos, lo vuelve parte del color. Mira de frente, parece sonreír no ante la pintora sino ante su desconocido espectador. Y si antes del fruto o de la flor parecía desprenderse un rumor, aquí hay una voz que se escucha, que nos habla desde la familiaridad que el cuadro crea.

En este sentido, el Autorretrato en tres épocas es una obra ligeramente distinta, más difícil para la pintora. El paisaje es muy diferente, está cargado de elementos oníricos que no tienen los otros retratos. Le importa más el sentido pictórico, pero el alma está presente de la misma manera. Varios de los cuadros de frutos presentan a éstos rebanados; cortados, nos muestran su interior. Esto no puede ocurrir en el retratado a menos que nos fijemos en sus ojos, que tienen algo de semilla, y por lo tanto de interior, incluso cuando se trata de un retrato de familia, como esos que vemos en las paredes de los paisajes interiores en las habitaciones. [...] Y despiertan una actitud de reverente humildad, sin otro gesto que el que señala algo y dice: mira, mira, ahí está.


Fragmentos de “La pintura de Soledad Tafolla”, de José María Espinasa.


Soledad Tafolla, Así es la vida / La pintura de Soledad Tafolla / Obras 1988-1999 (ensayos: Alfredo Zalce y José María Espinasa, apunte autobiográfico: Soledad Tafolla, México, Taller Ditoria, 1999-2000)