La última vez que lo vi
era pequeño.
El teléfono sonó. Una voz
temblorosa pedía socorro. Dije que se había equivocado. Insistió, necesitaba
ayuda, sólo una palabra, una sola. Iba a colgar cuando una voz, femenina, me llamó
por mi nombre. Sólo una palabra, repetía, qué cosa significa “plerama. Creí que
era una broma, que había desmentido con ultraje a unos colegas, resentidos. Me
pidió, suplicante, que abriera el diccionario. Pleuritis, pleonasmo, plétora.
No estaba. Cerré el diccionario. No había acabado la maniobra cuando, entre las
líneas compactas, ordenadas, de reojo, vi el punto. Corrí al teléfono, había
colgado. Corrí al diccionario, marea, novedad, pleuritis. Estaba allí,
palpablemente, no hay duda.
Desde hace tiempo iba
indagando peripecias y cadencias de la vida. Estaba leyendo una novela rusa y
había copiado una frase: “Yo también padezco lo fantástico: por eso me gusta
vuestro realismo terrestre. Aquí, con vosotros, todo es determinado, reducido a
fórmulas, geometrizado, ¡mientras que entre nosotros únicamente ecuaciones
indefinidas!” Era el diablo quien hablaba.
Volví a abrir el
diccionario y busqué: numen, oquedad, párvulo, plesiosaurios, pleuritis. [...]
Cuando desperté, el punto
estaba allí, donde siempre. Cerré los ojos, táctica emérita para averiguar.
Volví a abrirlos. Tenía que acercarme con cuidado, no cometer errores. Estiré
las piernas, resbalaría como si nada del sofá, y lo sorprendería. Y que lo
agarro: la faena se detuvo en la intención. [...] El punto escapó fuera del
tapete, se movía. Cerré los ojos. Ya estaba frente a mí, arduo precisar la
distancia. Se montó sobre mi cuerpo y advertí su peso. Me encontré volcado,
mentiría si dijera cómo fue. Luego se bajó y lo perdí. La parálisis estaba
suscitando menudas percepciones y un hormigueo fluyendo rumbo al cuello
entumecía la garganta. [...]
El punto, de repente, me
embistió. En principio con un brinco: me había rodeado e invadió el escenario
ante mis despojos. Luego hacia el centro, luego adentro. Pensaba otra vez en las
palabras, en las fórmulas, solamente ecuaciones indefinidas. [...] El trastorno
ganó cuando, en el acto de retornarse uno, el punto confundió sus piezas con
las mías, la onda de una llaga cercaba la resaca de la mente, y yo me conocí al
verme lambiscar mi pensamiento y probaba infinita –infinita es la palabra–,
infinita indiferencia por este ser humano cabalgado por un punto.
Marco Perilli, El punto (ilust. Vicente Rojo, México, Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 26)