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Con más de setenta títulos publicados desde su fundación en 1995, Taller Ditoria es resultado de un ejercicio singular en el ámbito de la edición, no sólo por la calidad de sus contenidos literarios y nómina de autores, sino también por sus resultados estéticos y formales: libros enteramente artesanales desde la tradición tipográfica. Libros de artista cuyos textos son formados en tipos móviles e impresos en prensa plana Chandler & Price 1899 –La Toñita–, así como cosidos y encuadernados en rústica a mano; cada título con su diseño propio, en tiraje reducido. Taller Ditoria es dirigido por su fundador, el pintor y editor Roberto Rébora. Jorge Jiménez, quien lo ha acompañado en la aventura desde el inicio, es el maestro tipógrafo y encuadernador que materializa el diseño concebido para cada obra por publicar. La impresión está a cargo de Gilberto Moctezuma, junto con La Toñita. Luz de Lourdes García Ortiz, editora, se encarga de cuidar las ediciones y de otras labores que atañen a la editorial. Taller Ditoria es un espacio de experimentación formal riguroso, animado por el intenso gusto de realizar ediciones de características propias.

Alexia Halteman, Luminosidad de una ventana / Luminosity of a Window


Tal vez hace trescientos años la hubieran acusado de bruja –a lo menos de loca– y quemado en la hoguera, pero hemos ampliado nuestros horizontes. Se asume, generalmente, que en el infinito del conocimiento hemos avanzado algunos pasos –ya avanzar sólo implica movimiento–. Así que su carácter desviado fue considerado una anomalía, un problema mental, y la diagnosticaron con toda formalidad: señorita, usted sufre de lo que se conoce como trastorno afectivo bipolar. Es orgánico, se trata de una alteración patológica, le dijeron. Nada tenía que ver con su persona; como una guarnición la complementaba, inevitablemente alteraba su sabor, pero no era ella. Fue entonces cuando dejó la adolescencia para entrar en el estéril mundo psiquiátrico. Comenzó a tomar un medicamento en presentación inofensiva, ella y sus emociones extremistas se controlaron. Ya no pasaba por esos truculentos bajones, pero tampoco tenía momentos de euforia; los días buenos no parecían tan buenos sin los malos. Es mejor así, para todos, le dijeron.

Se sentía estable, todo se mantenía en su justo medio gracias a las chiquitinas blancas, insuperables artificios de entumecimiento. Era un equilibrio impuesto, de decisiones en apariencia propias cuando, en realidad, la bifurcación ya estaba dada. Sin conciencia de su voluntad, comenzó a dejar de tomarse algunas pastillas, quizá con la esperanza tintineante de que su situación hubiera cambiado. No era así. Cuando se dio cuenta de esto, ya alucinaba: la paranoia acosaba en voces susurrantes y seres ficticios que la perseguían.

En una de sus alucinaciones sentía figuras alienígenas que reptaban por su piel. Su madre estaba en casa y presenciaba desolada la locura de la hija, tratando de calmarla. Escalofriantes hasta los huesos, pululaban los cuerpos extraños en el departamento: detrás de los sofás, debajo de la mesa, dentro de los jarrones, entre las cortinas. En su histeria, miedosa y gritando, volteó hacia la ventana. Parecía ser su salvación –ese azul de afuera–, y se lanzó hacia los brazos inexistentes que la acogían. Su madre alcanzó a rozarle la mano.

Una muerte triste, cualquiera diría. Aquellos que escuchan la anécdota se sienten ligeramente mal por la madre. Pobre señora, ¡qué trauma! Pero con rapidez pasan a otro tema en la conversación de sobremesa: lo deliciosa que estuvo la comida o cualquier cosa que flote hacia la superficie. La tragedia no puede vivir con nosotros hasta cuando cuchareamos el postre, ¿o sí?

La conversación continúa hacia tonos más alegres. Observo cómo las seis personas sentadas ríen, como estúpidos, o así me lo parece, no sé cuál es la broma. Ellos siguen disfrutando: rellenan una y otra vez sus copas de vino ya manchadas. Vierten el líquido por sus gargantas y comienzan a arrastrar las palabras, tropiezan sobre ellas como si fueran piedrecitas. La embriaguez se ve en sus bocas, ya de un tono púrpura: labios, dientes, lenguas, gargantas, intestinos. lo único que registro son sus bocas en movimiento. No puedo escuchar las palabras con las que se deshonran porque el ruido en el restaurante es aplastante. A mi alrededor toda la gente está en el mismo estado sin memoria. El cuarto se llena de sonidos disonantes y el humo comienza a deslizarse hacia las esquinas, acariciando daca centímetro con su olor.

Ni siquiera estoy cansada, sólo asqueada por la manera en que todos caen en un olvido delirante. Ya a nadie le importa los entristecedores sucesos que ocurren afuera de estas paredes –ni lo que ocurren adentro–. Siento empujones en el respaldo de mi silla mientras el lugar se llena de más gente. Ya llegó la madrugada, estoy segura. Pero adentro sigue oscuro, en parte por la falta de iluminación y en parte por todo el humo que ataca mis ojos. Siento el mismo ahogo que mis ojos sienten en todos los órganos internos.

En ese enclaustramiento, volteo hacia la única ventana del lugar: afuera se puede ver cómo entre algunos edificios, en la línea del horizonte, el sol sale lento para saludar a este lado del mundo. El cielo se torna azul claro, un color autónomo. La ventana parece ser aquel escape hacia el idilio del perfecto amanecer, el único esperanzador, la salvación ante la locura amenazante.


Alexia Halteman, Luminosidad de una ventana / Luminosity of a Window, ed. bilingüe de la autora, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 29.





Roberto Martínez Bachrich, La voz del animal


“Los enigmas son tres; la muerte, una”. Es la advertencia animal, cálida y amenazante, dulce y feroz, que hace la princesa Turandot al osado extranjero cuando verbaliza y vive “In questa reggia”, una de las arias más terriblemente emocionantes de la historia de la ópera.

El caso de la princesa podría fascinar a cualquiera. Su vida, quiero decir. La acumulación de tedios, deseos y miedos que la constituyen como sujeto; el lujoso horror de esa herencia ancestral que la convierte en el ser casi mítico –“princesa de hielo, de muerte”, la llaman– que entona esa aria, en ese momento, cuando en pleno segundo acto la protagonista de la ópera abre la boca por vez primera sobre el escenario para contarle su historia al extranjero, para retarlo y tentarlo con el premio; para amenazarlo, también, de muerte.

Se trata de la virgen que ofrece su más preciado trofeo, su cuerpo, su herida, su tránsito definitivo a lo abierto femenino, y con eso, además, una vida y un reino, pero a costa de la muerte de quien se arriesgue a pedir su mano si no logra adivinar los tres enigmas.

Laten allí la frescura y la inocencia tramadas al horror y la atrocidad del asunto. No puede separarse una cosa de la otra. La joven mujer que ofrece riqueza, sumisión, fidelidad, vida y territorio jamás transitado si el contendiente vence; pero la muerte, si el atrevido falla en la solución de los enigmas, es casi un paradigma de tensión dramática. La riqueza de la cuestión no está sólo en la complejidad de la trama, en el posible deseo de Turandot de liberarse del estigma, en sus previsibles y secretas ganas de hacerse la mujer del hombre indicado de una buena vez, en la conciencia de su poder y en el siniestro regodearse en la amenaza, tierna y horrible, de que fallar implicaría el fin de la vida, el cese, la decapitación. Todo eso está en la historia, en el libreto de Adami y Simoni, en la alada música de Puccini, pero también –y sobre todo– en las sutilezas de la voz que registra y expresa ese momento decisivo en que las cartas se ponen sobre la mesa y se inicia el macabro juego.

La vasta gama de inflexiones y la multiplicidad de matices y tonos, la precisa aspereza cuando se requiere, todo eso permite que esta historia se encuentre contenida en la voz de María Callas. Al menos en esa aria su victoria artística es definitiva. Porque la verdad es que no hay que entender italiano o conocer el argumento de la ópera, no hay que saberse el texto del aria o conocer la pasión de Puccini por esas historias de exótica truculencia, de emociones excesivas que azotan el alma. La voz pone en escena todo el asunto, y hasta un adolescente de Siberia o la Isla de Pascua es capaz de sentir en esa voz la fuerza de una historia que desconoce pero que puede –voz mediante, en todo su arte– sospechar, prefigurar, vagamente imaginar y, sobre todo, sentir, piel y pecho bien adentro. [...]

[...]

Después de oír mil veces esa aria, por esa voz, tuve la oportunidad de volver a ver Turandot. Esta vez en la Piazza del Campo, en Siena, sin duda una de las plazas más hermosas del mundo, con su inestable geología y la aparente arbitrariedad y diversidad arquitectónica de los palacios que trazan su límite. Se trataba de un montaje al aire libre, fastuoso y derrochador, nada amateur sino profesionalísimo. Y cuando se acercaba el momento de “In questa reggia”, mi emoción estaba tres octavas más allá de lo normal, sea lo que sea que quiera decir eso. Naturalmente, fue una horrible decepción. No era esa aria, no era esa soprano; era otra cosa, correcta, virtuosa, me atrevería a decir que hasta potente y admirable, pero en cualquier caso otra cosa. No tenía, como la versión de la Callas en los cincuenta, esa conjunción de elementos que logra, a veces, la obra de arte definitiva. Faltaba el animal. El animal que le habla al animal. El que funda, fractura o remueve algo en un lugar impreciso del ser, acaso en los fondos abisales del alma, en las dorsales oceánicas del corazón.


Roberto Martínez Bachrich, La voz del animal, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2013, Colección del Semáforo, 31.








*

[U]na grabación de la ópera y el coro de La Scala dirigidos por Tullio Serafin y en donde María Callas representaba a la princesa Turandot.

El recuerdo es nítido, redondo. Echado en la estrecha cama de la pensión, escuché –escuché de verdad, por primera vez– “In questa reggia”. Y caí rendido ante el impacto.




Gerardo Deniz, "Nene"


Nene

                                             Gerardo Deniz

No soy –qué horror–
perverso polimorfo,
pero como oligomorfo
no lo hago tan mal.









Mayco Osiris Ruiz, El revés de esta luz


A dónde me devuelvo, si todo tiene
grietas, si casi no distingo el ruido
de tus huesos, tu silueta empeñada
en la contemplación de un río que ya no existe,
de una casa en escombros
que pudo o no existir más allá
de las lindes de nuestra comprensión.
Será que envejecimos,
que nos llegó la noche en pleno mediodía,
que de un momento a otro
abrimos una puerta, algún cancel interno,
una reja oxidada hacia ninguna parte,
y salimos de prisa, pensando
que jamás habríamos de volver.
Debió ser por el frío, por el temblor
del cuerpo, por el presentimiento
de haber andado mucho,
que otra vez recordamos
aquel portón de antes,
y quisimos voltear,
buscar en los bolsillos y encontrar una llave,
un lugar en el mundo,
una señal cualquiera para recomenzar.
Y sólo nos aguardan estas piedras partidas.
Y no estamos seguros de habernos visto antes,
de que estos muros rotos, estas grietas profundas,
hayan sido otra cosa.


Mayco Osiris Ruiz, El revés de esta luz, edición especial por el I Premio de Poesía Joven Alejandro Aura, ilust. Roberto Rébora, México, Secretaría de Cultura de la Ciudad de México-Taller Ditoria, 2014. [Fuera de catálogo, edición no venal.]








Giovanni Boccaccio, El cuento de Alibech


Graciosas señoras, tal vez nunca hayáis oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y por ello, sin apartarme casi del argumento sobre el que vosotras todo el día habéis discurrido, os lo puedo decir: tal vez también podáis salvar a vuestras almas luego de haberlo aprendido, y podréis también conocer que por mucho que Amor en los alegres palacios y las blandas cámaras más a su grado que en las pobres cabañas habite, no por ello alguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entre los tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo que comprender se puede que a su potencia están sujetas todas las cosas.

Viniendo, pues, al asunto, digo que en la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin nada decir a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente, sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que, inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y dátiles, y agua a beber, le dijo:

—Hija mía, no muy lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor maestro de lo que soy yo: irás a él.

Y le enseñó el camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno, cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho. El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba de ella.

Y probando primero con ciertas preguntas, que no había nunca conocido a hombre averiguó y que tan simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios, debía traerla a su voluntad.

Y primeramente con muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor le había condenado. La jovencita le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:

—Pronto lo sabrás, y para ello harás lo que a mí me veas hacer.

Y empezó a desnudarse de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo hizo la muchacha, y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:

—Rústico, ¿qué es esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?

—Oh, hija mía —dijo Rústico—, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima molestia, tanto que apenas puedo soportarle.

Entonces dijo la joven:

—Oh, alabado sea Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.

Dijo Rústico:

—Dices bien, pero tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.

Dijo Alibech:

—¿El qué?

Rústico le dijo:

—Tienes el infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos lugares, como dices.

La joven, de buena fe, repuso:

—Oh, padre mío, puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.

Dijo entonces Rústico:

—Hija mía, bendita seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.

Y dicho esto, llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse para poder encarcelar a aquel maldito de Dios.

La joven, que nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:

—Por cierto, padre mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.

Dijo Rústico:

—Hija, no sucederá siempre así.

Y para hacer que aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo.

Pero volviéndole luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a decir a Rústico:

—Bien veo que la verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa es un animal.

Por la cual cosa, muchas veces iba a Rústico y le decía:

—Padre mío, yo he venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo en el infierno.

Haciendo lo cual, decía alguna vez:

—Rústico, no sé por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.

Así, tan frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios, tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia, levantase la cabeza.

—Y nosotros, por la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.

Y así impuso algún silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más meter el diablo en el infierno, le dijo un día:

—Rústico, si tu diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a tu diablo.

Rústico, que de raíces, de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no era sino arrojar un haba en la boca de un león, de lo que la joven, no pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás familia tenía; por la cual cosa, Alibech de todos sus bienes quedó heredera. Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre, como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella, repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio.

Las mujeres preguntaron:

—¿Cómo se mete al diablo en el infierno?

La joven, entre palabras y gestos, se los mostró, de lo que tanto se rieron que todavía se ríen, y dijeron:

—No estés triste, hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a Dios Nuestro Señor en eso.

Luego, diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.


Giovanni Boccaccio, El cuento de Alibech, traducción de dominio público, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2009, Colección del Semáforo, 2.









Antonia Subercaseaux, Estos días

Ofrecimiento

Sólo por hacer una pausa
para respirar y darnos
cuenta de dónde estamos.
Sólo por inaugurar la tarde
y poder decirte dos palabras.
Por oír una canción
de entre las preferidas.
No sé, por empezar de nuevo
es que te ofrezco esta cuba.


Antonia Subercaseaux, Estos días, ilust. Roberto Rébora, México, Ditoria, 1996.









Rafael Gumucio, La inocencia del mal

Sin orgullo, nuestros pecados son humanos; con orgullo, se vuelven divinos, es decir, satánicos. Pasan de ser un exceso de vida a un intento de pasar sobre ella, tocar sin mancharse, gritar sin gritar, amar sin amar. Como el amigo de una amiga que, en plena riña con su esposa, lanzó por la ventana a su bebé recién nacido, quince metros para abajo; como el presidente del FMI que por cinco minutos de sexo antes de ir al aeropuerto destruyó su carrera; como los jóvenes borrachos que en una plaza de Chile le dibujaron esvásticas en la piel previamente meada al amigo homosexual que habían jurado cinco minutos antes proteger; como el caníbal alemán que alegó consentimiento mutuo mostrando a la corte la imagen de su víctima comiendo su propio pene flameado en Grand Marnier; o como el otro caníbal, esta vez japonés, que tranquilo y feliz da una entrevista acariciando un gato mecánico a pila que duerme la siesta sobre sus piernas. En todos ellos hay algo más que el simple deseo de comer, besar, matar, que las simples ganas de ejercer sus instintos hasta el límite. En todos ellos la rabia, el hambre, el sexo quisieron ser Dios, decidiendo la vida y la muerte de sus semejantes seguros de que nada ni nadie podía alcanzarlos.

Es ese pecado sin fondo, es ese pecado infinito el que en la conversación más insubstancial o en el discurso más incendiario nos vemos obligados a alabar, cantar, subrayar sin pensar. Qué orgullo sentí cuando le dieron un diploma a mi hijo, qué orgullosos deben sentirse los brasileños de haber ganado tantas veces la Copa del Mundo, ¿cómo aceptas que te humille así esa tonta, no tienes orgullo acaso? Una victoria que alcanza de a poco su sinónimo, la soberbia: soberbio caballo con el que el soberbio general ganó soberbiamente la batalla. Ninguno de los otros seis pecados capitales ha conseguido semejante éxito: la lujuria, que por generaciones pareció liderar el club de los pecados por legalizar, cayó en manos del SIDA, descuartizada por los doctores, denunciada por la prensa. El matrimonio monógamo y para toda la vida, a punto de desaparecer cuando mis padres eran jóvenes, es hoy el más sentido reclamo de la comunidad homosexual. En plenos años ochenta, a Gordon Gekko, el protagonista de Wall Street de Oliver Stone, le costó toda una película decir en voz alta que la codicia tal vez era buena. Lo pagó con cárcel, traición y soledad. Lo abandonaron hasta sus socios más encarnizados, horrorizados por su franqueza innecesaria. La glotonería, que pareció reemplazar a la lujuria y la codicia cuando a éstas se les exigió dar explicaciones, recibe hoy el tratamiento de pandemia que antes recibieron la depresión (la antigua pereza) y la ira, en manos de los anger management.


Rafael Gumucio, La inocencia del mal, ilust. Roberto Rébora, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2012, Colección del Semáforo, 19.












Benito Pérez Galdós, La desheredada (fragmento de novela)

El rigor del castigo y la obligación de ocuparse en un ejercicio sedentario y monótono, en local de mediana luz y nada alegre, hicieron a Mariano taciturno; palideció su rostro y adelgazó su cuerpo. A los cuatro meses ya componía él solo, si no con ligereza, con exactitud, las leyendas de las aleluyas, que eran en número fabuloso. Se las sabía todas de memoria y le bastaba ver la tosca viñeta para adivinar y componer en seguida los pareados. Él y su compañero el Majito se disparaban a cada instante los versillos, aplicándolos a cualquier idea o suceso del momento. Tan pronto sacaban a relucir alguna oportuna cita de la Vida del hombre flaco, a saber:

El verlo en paños menores
causaba risa, señores

como aquella de la Vida de don Espadón, que dice:

Todo el día está bailando
y a su dama acariciando.

El aburrimiento de los dos chicos les llevaba por una especie de proceso psicológico que enlaza el bostezo con el arte, a poner en música los tales pareados, y cuando el Majito cantaba los de la Procesión del Viernes Santo, que dicen:

Muchos niños en seguida
van con velita encendida

le contestaba Pecado:

Delante van con decencia
los de la Beneficencia.

También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances de matones, guapezas, robos, asesinatos, anécdotas del patíbulo.

[...]

En el fondo de su alma, Pecado anhelaba ser también sanguijuela y chupar lo que pudiera, dejando al pueblo en los puros huesos; se desvivía por satisfacer todos los apetitos de la concupiscencia humana y por tener mucho dinero, viniera de donde viniese. En esto se distinguía radicalmente de su maestro, amantísimo del trabajo. Bou no quería galas, ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todos fuésemos pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta en la mano; que no hubiera más que talleres y se cerraran los lugares de holganza; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales; que cada cual no fuera propietario nada más que de la cuchara con que había de comer la sopa nacional.

***

2020: bicentenario del nacimiento y centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós (1820-1920)


Benito Pérez Galdós, La desheredada (fragmento de novela), “Moraleja” en segunda de forros: Benito Pérez Galdós, ilustración: Roberto Rébora, México, Taller Ditoria, 2015, Colección del Semáforo / Lecturas de JJ; tomado de Benito Pérez Galdós, La desheredada, 2ª ed., México, Porrúa, 1996, Colección Sepan Cuantos...












Marcel Proust, Entrelíneas

¿Y acaso no era también mi pensamiento un refugio en cuyo hondo me estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba afuera? Cuando veía yo un objeto externo la conciencia de que le estaba viendo flotaba entre él y yo, y le ceñía de una leve orla espiritual que no me dejaba llegar a tocar nunca directamente su materia; se volatizaba en cierto modo antes de que entrara en contacto con ella, lo mismo que un cuerpo incandescente al acercarle a un objeto mojado no llega a tocar su humedad, porque siempre va precedido de una zona de evaporación.


Marcel Proust, Entrelíneas, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2010, Colección del Semáforo, 7; fragmentos de "Por el camino de Swann", "El mundo de Guermantes" y "La prisionera", tomos 1, 3 y 5 de En busca del tiempo perdido, en traducción de Pedro Salinas et al.











Feli Dávalos, Déjate caer

5

Tal vez para que después podamos
dejar de caer
o al menos podamos
caer en blandito
es que ahora caemos
como George Foreman
contra Ali Bumba Ye.
O tal vez para que alguien
después de nosotros pueda
dejar de caer
o al menos pueda
caer en blandito
es que ahora seguimos
paseando a nuestras perras
de compañía
alrededor de este abismo
amueblado,
desaguando un vértigo
de flora y fauna chamuscadas.

Porque ahí sí, el espejo refleja:
hablamos de calentamiento
global, del efecto invernadero,
de la falta de agua, etc.
pero en realidad ahogamos
esta caída como pecado
bien poco original
como Nicho Hinojosa,
pero más sucio y rentable
como picadero en vecindad
y nos escondemos por presión
social, económica, familiar, etc.
como activista de la UNAM
o joto en el ejército
por hacerle caso a las voces
que nos inventamos en la mente
porque detestamos cumplir
con nuestras responsabilidades
y nos caga la madre
hacer el ridículo;

así que igual
con vergüenza y miedo,
sin dejar de sentir mareo
como velero en regata
o principiante del trompo
ni dejar de entregarnos
al odio, al amor, a esta retahíla
de justificaciones y pretextos,
seguiremos cayendo
hasta mundializar un holocausto,
darnos una palmada
en la espalda de buen camarada
fascista y burócrata
–bicéfalo ancestro común
de todo lo que existe,
pero sobre todo
de nuestras buenas intenciones–

cerdos capitalistas que eyaculan
precoces,
basureros disfrazados de democracias
con ciegos como topos
y ojetes como sicarios
de dirigentes.

La ignorancia nos mantiene
en pie,
superviviendo.


Feli Dávalos, Déjate caer, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2011, Colección del Semáforo, 12.









Eloísa Moreno, “13’ / Una Partícula Divina insertada sobre papel negro”, Minutos inventados

Antes de que fuera derribada por una luz muy brillante
creía que todo había sido pensado
escrito
dicho

Pero al observar cómo se iluminaban los frescos recién restaurados y hacer memoria de su situación anterior y recordar la mía cuando los copos imparables, tuve una idea: escribir un párrafo apocalíptico minutos antes de que fuera destrozado por un alud de pasiones, o comportarme como un copo de cristal en aquel rincón helado cuyos rotos pensamientos deslavados no contaban, darme cuenta de que aquellos gélidos tentáculos de aquella divina partícula amenazaban con borrar mi universo... Tuve otra idea: ocultar bajo tierra el párrafo escrito con tinta negra sobre papel negro. Que esos oscuros versículos sólo fueran detectados por el tacto...

Que al tocar con la vista esos frescos y
al destrozar ese párrafo apocalíptico y
comportarme como un copo de cristal
cuyo único objetivo es la luz,
exclamaría:
¿Hasta cuándo diré lo no decible...?

¡Que todos lo sepan:
que vendrá ese viento
y podré restaurarme a mí misma...!


Eloísa Moreno, “13’ / Una Partícula Divina insertada sobre papel negro”, en Minutos inventados, introd. Luis Armenta Malpica, ilust. Max Beckman, México, Taller Ditoria, 2010.