Graciosas señoras,
tal vez nunca hayáis oído contar cómo se mete al diablo en el infierno, y por
ello, sin apartarme casi del argumento sobre el que vosotras todo el día habéis
discurrido, os lo puedo decir: tal vez también podáis salvar a vuestras almas luego
de haberlo aprendido, y podréis también conocer que por mucho que Amor en los
alegres palacios y las blandas cámaras más a su grado que en las pobres cabañas
habite, no por ello alguna vez deja de hacer sentir sus fuerzas entre los
tupidos bosques y los rígidos alpes, por lo que comprender se puede que a su
potencia están sujetas todas las cosas.
Viniendo, pues, al
asunto, digo que en la ciudad de Cafsa, en Berbería, hubo hace tiempo un hombre
riquísimo que, entre otros hijos, tenía una hijita hermosa y donosa cuyo nombre
era Alibech; la cual, no siendo cristiana y oyendo a muchos cristianos que en
la ciudad había alabar mucho la fe cristiana y el servicio de Dios, un día
preguntó a uno de ellos en qué materia y con menos impedimentos pudiese servir a
Dios. El cual le repuso que servían mejor a Dios aquellos que más huían de las
cosas del mundo, como hacían quienes en las soledades de los desiertos de la
Tebaida se habían retirado. La joven, que simplicísima era y de edad de unos
catorce años, no por consciente deseo sino por un impulso pueril, sin nada
decir a nadie, a la mañana siguiente hacia el desierto de Tebaida, ocultamente,
sola, se encaminó; y con gran trabajo suyo, continuando sus deseos, después de
algunos días a aquellas soledades llegó, y vista desde lejos una casita, se fue
a ella, donde a un santo varón encontró en la puerta, el cual, maravillándose
de verla allí, le preguntó qué es lo que andaba buscando. La cual repuso que,
inspirada por Dios, estaba buscando ponerse a su servicio, y también quién le
enseñara cómo se le debía servir. El honrado varón, viéndola joven y muy
hermosa, temiendo que el demonio, si la retenía, lo engañara, le alabó su buena
disposición y, dándole de comer algunas raíces de hierbas y frutas silvestres y
dátiles, y agua a beber, le dijo:
—Hija mía, no muy
lejos de aquí hay un santo varón que en lo que vas buscando es mucho mejor
maestro de lo que soy yo: irás a él.
Y le enseñó el
camino; y ella, llegada a él y oídas de éste estas mismas palabras, yendo más
adelante, llegó a la celda de un ermitaño joven, muy devota persona y bueno,
cuyo nombre era Rústico, y la petición le hizo que a los otros les había hecho.
El cual, por querer poner su firmeza a una fuerte prueba, no como los demás la
mandó irse, o seguir más adelante, sino que la retuvo en su celda; y llegada la
noche, una yacija de hojas de palmera le hizo en un lugar, y sobre ella le dijo
que se acostase. Hecho esto, no tardaron nada las tentaciones en luchar contra
las fuerzas de éste, el cual, encontrándose muy engañado sobre ellas, sin
demasiados asaltos volvió las espaldas y se entregó como vencido; y dejando a
un lado los pensamientos santos y las oraciones y las disciplinas, a traerse a
la memoria la juventud y la hermosura de ésta comenzó, y además de esto, a
pensar en qué vía y en qué modo debiese comportarse con ella, para que no se
apercibiese que él, como hombre disoluto, quería llegar a aquello que deseaba
de ella.
Y probando primero
con ciertas preguntas, que no había nunca conocido a hombre averiguó y que tan
simple era como parecía, por lo que pensó cómo, bajo especie de servir a Dios,
debía traerla a su voluntad.
Y primeramente con
muchas palabras le mostró cuán enemigo de Nuestro Señor era el diablo, y luego
le dio a entender que el servicio que más grato podía ser a Dios era meter al
demonio en el infierno, adonde Nuestro Señor le había condenado. La jovencita
le preguntó cómo se hacía aquello; Rústico le dijo:
—Pronto lo sabrás,
y para ello harás lo que a mí me veas hacer.
Y empezó a desnudarse
de los pocos vestidos que tenía, y se quedó completamente desnudo, y lo mismo
hizo la muchacha, y se puso de rodillas a guisa de quien rezar quisiese y
contra él la hizo ponerse a ella. Y estando así, sintiéndose Rústico más que
nunca inflamado en su deseo al verla tan hermosa, sucedió la resurrección de la
carne; y mirándola Alibech, y maravillándose, dijo:
—Rústico, ¿qué es
esa cosa que te veo que así se te sale hacia afuera y yo no la tengo?
—Oh, hija mía —dijo
Rústico—, es el diablo de que te he hablado; ya ves, me causa grandísima
molestia, tanto que apenas puedo soportarle.
Entonces dijo la
joven:
—Oh, alabado sea
Dios, que veo que estoy mejor que tú, que no tengo yo ese diablo.
Dijo Rústico:
—Dices bien, pero
tienes otra cosa que yo no tengo, y la tienes en lugar de esto.
Dijo Alibech:
—¿El qué?
Rústico le dijo:
—Tienes el
infierno, y te digo que creo que Dios te haya mandado aquí para la salvación de
mi alma, porque si ese diablo me va a dar este tormento, si tú quieres tener de
mí tanta piedad y sufrir que lo meta en el infierno, me darás a mí grandísimo
consuelo y darás a Dios gran placer y servicio, si para ello has venido a estos
lugares, como dices.
La joven, de buena
fe, repuso:
—Oh, padre mío,
puesto que yo tengo el infierno, sea como queréis.
Dijo entonces
Rústico:
—Hija mía, bendita
seas. Vamos y metámoslo, que luego me deje estar tranquilo.
Y dicho esto,
llevada la joven encima de una de sus yacijas, le enseñó cómo debía ponerse
para poder encarcelar a aquel maldito de Dios.
La joven, que
nunca había puesto en el infierno a ningún diablo, la primera vez sintió un
poco de dolor, por lo que dijo a Rústico:
—Por cierto, padre
mío, mala cosa debe ser este diablo, y verdaderamente enemigo de Dios, que aun
en el infierno, y no en otra parte, duele cuando se mete dentro.
Dijo Rústico:
—Hija, no sucederá
siempre así.
Y para hacer que
aquello no sucediese, seis veces antes de que se moviesen de la yacija lo
metieron allí, tanto que por aquella vez le arrancaron tan bien la soberbia de
la cabeza que de buena gana se quedó tranquilo.
Pero volviéndole
luego muchas veces en el tiempo que siguió, y disponiéndose la joven siempre
obediente a quitársela, sucedió que el juego comenzó a gustarle, y comenzó a
decir a Rústico:
—Bien veo que la
verdad decían aquellos sabios hombres de Cafsa, que el servir a Dios era cosa
tan dulce; y en verdad no recuerdo que nunca cosa alguna hiciera yo que tanto
deleite y placer me diese como es el meter al diablo en el infierno; y por ello
me parece que cualquier persona que en otra cosa que en servir a Dios se ocupa
es un animal.
Por la cual cosa,
muchas veces iba a Rústico y le decía:
—Padre mío, yo he
venido aquí para servir a Dios, y no para estar ociosa; vamos a meter el diablo
en el infierno.
Haciendo lo cual,
decía alguna vez:
—Rústico, no sé
por qué el diablo se escapa del infierno; que si estuviera allí de tan buena
gana como el infierno lo recibe y lo tiene, no se saldría nunca.
Así, tan
frecuentemente invitando la joven a Rústico y consolándolo al servicio de Dios,
tanto le había quitado la lana del jubón que en tales ocasiones sentía frío en
que otro hubiera sudado; y por ello comenzó a decir a la joven que al diablo no
había que castigarlo y meterlo en el infierno más que cuando él, por soberbia,
levantase la cabeza.
—Y nosotros, por
la gracia de Dios, tanto lo hemos desganado, que ruega a Dios quedarse en paz.
Y así impuso algún
silencio a la joven, la cual, después de que vio que Rústico no le pedía más
meter el diablo en el infierno, le dijo un día:
—Rústico, si tu
diablo está castigado y ya no te molesta, a mí mi infierno no me deja
tranquila; por lo que bien harás si con tu diablo me ayudas a calmar la rabia
de mi infierno, como yo con mi infierno te he ayudado a quitarle la soberbia a
tu diablo.
Rústico, que de
raíces, de hierbas y agua vivía, mal podía responder a los envites; y le dijo
que muchos diablos querrían poder tranquilizar al infierno, pero que él haría
lo que pudiese; y así alguna vez la satisfacía, pero era tan raramente que no
era sino arrojar un haba en la boca de un león, de lo que la joven, no
pareciéndole servir a Dios cuanto quería, mucho rezongaba. Pero mientras que
entre el diablo de Rústico y el infierno de Alibech había, por el demasiado
deseo y por el menor poder, esta cuestión, sucedió que hubo un fuego en Cafsa
en el que en la propia casa ardió el padre de Alibech con cuantos hijos y demás
familia tenía; por la cual cosa, Alibech de todos sus bienes quedó heredera.
Por lo que un joven llamado Neerbale, habiendo en magnificencias gastado todos
sus haberes, oyendo que ésta estaba viva, poniéndose a buscarla y encontrándola
antes de que el fisco se apropiase de los bienes que habían sido del padre,
como de hombre muerto sin herederos, con gran placer de Rústico y contra la
voluntad de ella, la volvió a llevar a Cafsa y la tomó por mujer, y con ella de
su gran patrimonio fue heredero. Pero preguntándole las mujeres que en qué
servía a Dios en el desierto, no habiéndose todavía Neerbale acostado con ella,
repuso que le servía metiendo al diablo en el infierno y que Neerbale había
cometido un gran pecado con haberla arrancado a tal servicio.
Las mujeres
preguntaron:
—¿Cómo se mete al
diablo en el infierno?
La joven, entre
palabras y gestos, se los mostró, de lo que tanto se rieron que todavía se
ríen, y dijeron:
—No estés triste,
hija, no, que eso también se hace bien aquí, Neerbale bien servirá contigo a
Dios Nuestro Señor en eso.
Luego,
diciéndoselo una a otra por toda la ciudad, hicieron famoso el dicho de que el
más agradable servicio que a Dios pudiera hacerse era meter al diablo en el
infierno; el cual dicho, pasado a este lado del mar, todavía se oye. Y por ello
vosotras, jóvenes damas, que necesitáis la gracia de Dios, aprended a meter al
diablo en el infierno, porque ello es cosa muy grata a Dios y agradable para
las partes, y mucho bien puede nacer de ello y seguirse.
Giovanni
Boccaccio, El cuento de Alibech, traducción de dominio público, Guadalajara,
Ditoria Hormiga, 2009, Colección del Semáforo, 2.