Sin orgullo,
nuestros pecados son humanos; con orgullo, se vuelven divinos, es decir,
satánicos. Pasan de ser un exceso de vida a un intento de pasar sobre ella,
tocar sin mancharse, gritar sin gritar, amar sin amar. Como el amigo de una
amiga que, en plena riña con su esposa, lanzó por la ventana a su bebé recién
nacido, quince metros para abajo; como el presidente del FMI que por cinco
minutos de sexo antes de ir al aeropuerto destruyó su carrera; como los jóvenes
borrachos que en una plaza de Chile le dibujaron esvásticas en la piel
previamente meada al amigo homosexual que habían jurado cinco minutos antes
proteger; como el caníbal alemán que alegó consentimiento mutuo mostrando a la
corte la imagen de su víctima comiendo su propio pene flameado en Grand
Marnier; o como el otro caníbal, esta vez japonés, que tranquilo y feliz da una
entrevista acariciando un gato mecánico a pila que duerme la siesta sobre sus
piernas. En todos ellos hay algo más que el simple deseo de comer, besar,
matar, que las simples ganas de ejercer sus instintos hasta el límite. En todos
ellos la rabia, el hambre, el sexo quisieron ser Dios, decidiendo la vida y la
muerte de sus semejantes seguros de que nada ni nadie podía alcanzarlos.
Es ese pecado sin
fondo, es ese pecado infinito el que en la conversación más insubstancial o en
el discurso más incendiario nos vemos obligados a alabar, cantar, subrayar sin
pensar. Qué orgullo sentí cuando le dieron un diploma a mi hijo, qué orgullosos
deben sentirse los brasileños de haber ganado tantas veces la Copa del Mundo,
¿cómo aceptas que te humille así esa tonta, no tienes orgullo acaso? Una
victoria que alcanza de a poco su sinónimo, la soberbia: soberbio caballo con
el que el soberbio general ganó soberbiamente la batalla. Ninguno de los otros
seis pecados capitales ha conseguido semejante éxito: la lujuria, que por
generaciones pareció liderar el club de los pecados por legalizar, cayó en
manos del SIDA, descuartizada por los doctores, denunciada por la prensa. El
matrimonio monógamo y para toda la vida, a punto de desaparecer cuando mis
padres eran jóvenes, es hoy el más sentido reclamo de la comunidad homosexual.
En plenos años ochenta, a Gordon Gekko, el protagonista de Wall Street
de Oliver Stone, le costó toda una película decir en voz alta que la codicia
tal vez era buena. Lo pagó con cárcel, traición y soledad. Lo abandonaron hasta
sus socios más encarnizados, horrorizados por su franqueza innecesaria. La
glotonería, que pareció reemplazar a la lujuria y la codicia cuando a éstas se les
exigió dar explicaciones, recibe hoy el tratamiento de pandemia que antes
recibieron la depresión (la antigua pereza) y la ira, en manos de los anger
management.