En esos paisajes es muy importante el tratamiento del
detalle, no porque busque una verosimilitud realista o una transcripción
fotográfica del asunto, sino justamente por todo lo contrario, porque busca
volver subjetivo ese paisaje sin derivar hacia la abstracción o el
impresionismo. Como estos últimos, busca pintar el alma, pero entiende el lugar
de residencia de elementos más inmediatos: el alma también es tangible, tiene
color, contornos: ese campo por donde yo camino y mientras lavo la ropa miro
hacia el horizonte. Esa cualidad del paisaje también se encuentra en los
“paisajes interiores”, es decir, en los cuadros que representan habitaciones y
espacios de la casa.
[...]
Esto es evidente en las naturalezas o bodegones, al igual
que en las floras. Ante un bodegón clásico, flamenco o español, se suele pensar
que en el trópico no se acostumbra este tipo de pintura porque ya lo hace la
naturaleza en sí, pero hay una diferencia fundamental: el claroscuro. La
naturaleza muerta tiende a ser sombría, incluso lúgubre, y sólo el
deslumbramiento ante las “obras maestras de la naturaleza” descritas por los
botánicos viajeros hace irrumpir la luz en ellas [...]. Al pintar,
inmediatamente se quiere no tanto domesticar o civilizar el fenómeno natural
sino entenderlo, y Soledad Tafolla busca conservar esa cercanía con esas cosas,
que no son exactamente cosas, las
frutas y las legumbres, las flores y las vasijas. Llega a sorprender la
sencillez con que se presentan sin perder evidencia. [...] Estos cuadros están
llenos de antojos, de llamadas a los sentidos, en donde los colores son olores
y sabores, pulsiones en sentido psicológico.
[...]
Los grandes pintores de bodegones parecen estar
particularmente dotados para realizar retratos; sin embargo, hay que estar
conscientes de que se trata de un salto mortal, salto que Soledad da como si no
le costara trabajo. La humanidad no es, no puede ser naturaleza muerta, ni
siquiera en los retratos de los difuntos. Hay ese elemento de afectividad [que]
involucra en este caso al retratado o modelo [...] una persona, por lo tanto,
única e irrepetible, que se busca plasmar como tal.
Sin otra arma que esa convención y su manera de mirar, la
artista se enfrenta a su modelo, lo rodea de elementos, lo vuelve parte del
color. Mira de frente, parece sonreír no ante la pintora sino ante su
desconocido espectador. Y si antes del fruto o de la flor parecía desprenderse
un rumor, aquí hay una voz que se escucha, que nos habla desde la familiaridad
que el cuadro crea.
En este sentido, el Autorretrato
en tres épocas es una obra ligeramente distinta, más difícil para la
pintora. El paisaje es muy diferente, está cargado de elementos oníricos que no
tienen los otros retratos. Le importa más el sentido pictórico, pero el alma
está presente de la misma manera. Varios de los cuadros de frutos presentan a
éstos rebanados; cortados, nos muestran su interior. Esto no puede ocurrir en
el retratado a menos que nos fijemos en sus ojos, que tienen algo de semilla, y
por lo tanto de interior, incluso cuando se trata de un retrato de familia,
como esos que vemos en las paredes de los paisajes interiores en las
habitaciones. [...] Y despiertan una actitud de reverente humildad, sin otro
gesto que el que señala algo y dice: mira, mira, ahí está.
Fragmentos de “La pintura de Soledad Tafolla”, de José María
Espinasa.
Soledad Tafolla, Así es la vida / La pintura de Soledad Tafolla / Obras 1988-1999 (ensayos: Alfredo Zalce y José María Espinasa, apunte autobiográfico: Soledad Tafolla, México, Taller Ditoria, 1999-2000)