Mi suicida no cree en la
inmortalidad del alma, y habla de ello desde el principio del artículo. Poco a
poco, pensando en que la vida no tiene fin, arrebatado por el odio contra la
muda inercia de lo que le rodea, llega a la convicción de que la vida humana es
una absurdidad. Se le presenta como algo tan claro como la luz del día el que
únicamente aquellos hombres semejantes a los animales y que satisfacen
necesidades puramente animales pueden consentir en vivir. Éstos viven “para
comer, beber y dormir”, como los brutos “para construir su yacija y procrear
hijos”. Tragar, roncar y hacer porquerías es algo que todavía seducirá al
hombre por mucho tiempo y le ligará a la Tierra; pero no a mí, hombre de tipo
superior, claro está. Sin embargo, hombres de tipo superior han sido siempre
los que han reinado sobre la Tierra, y no por eso las cosas han dejado de suceder
de otro modo.
Pero hay una palabra
suprema, una idea suprema, sin las cuales la Humanidad no puede vivir. Muchas
veces esa palabra es pronunciada por un hombre pobre, sin influencia, hasta
perseguido. Pero la palabra pronunciada y la idea expresada por ella no mueren,
y más tarde, a pesar del triunfo aparente de las fuerzas materiales, la idea
vive y fructifica.
Dice N.P. que la
aparición de tal confesión en mi Diario
es un anacronismo ridículo, porque estamos ahora en el siglo de las “ideas de
hierro”, de las ideas positivas; en el siglo de “la vida sobre todo”. Por esto,
sin duda, han aumentado tanto los suicidas entre las personas inteligentes y
cultivadas. Aseguro al honorable N.P. y a todos sus semejantes que el hierro de
las ideas se trueca en algo muy blando cuando la hora llega. Para mí, una de
las cosas que más me preocupan cuando pienso en nuestro porvenir, es
precisamente el progreso de la falta de fe. El descreimiento en la inmortalidad
del alma arraiga cada vez más o, por
mejor decir, hay en nuestros días una absoluta indiferencia para esa idea
suprema de la existencia humana: la inmortalidad. [...] Y sin esta idea suprema
de la inmortalidad del alma humana no pueden existir ni un hombre ni una
nación. Todas las restantes grandes ideas derivan de aquélla.
Mi suicidado es un
apasionado propagandista de su idea: la necesidad del suicidio; pero no es ni
un indiferente, ni un “hombre de hierro”. Sufre realmente; creo haberlo hecho
comprender. Es para él demasiado evidente que no puede vivir; está convencido
de que tiene razón y que no se le puede refutar. ¿Para qué vivir, si está
convencido de que es abominable el vivir una vida animal? Se da cuenta de que
hay una armonía general; su conciencia se lo dice, pero no puede asociarse a
ella. No lo comprende... ¿Dónde, pues, está el mal? ¿En qué se ha equivocado?
El mal está en la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma.
Sin embargo, ha buscado con
todas sus fuerzas el sosiego y la reconciliación con lo que le rodea. Ha
querido hallarlos en el “amor de la Humanidad”. Pero esto también se le escapa.
La idea de que la vida de la Humanidad no es más que un instante; de que todo,
más tarde, se reducirá a cero, mata
en él hasta el mismo amor de la Humanidad. [...] Declaro, pues, que el amor de
la Humanidad es completamente imposible
sin una creencia en la inmortalidad del alma humana. Los que quieren
reemplazar esta creencia por el amor por la Humanidad depositan en el alma de
los que han perdido la fe un germen de odio contra la Humanidad. [...] Hasta afirmo
que el amor por la Humanidad es en
general poco comprensible (léase inasible) para el alma humana. Sólo el
sentimiento puede justificarlo, y este sentimiento no es posible más que con la
creencia en la inmortalidad del alma humana. (Y además, sin pruebas).