“Los enigmas son
tres; la muerte, una”. Es la advertencia animal, cálida y amenazante, dulce y
feroz, que hace la princesa Turandot al osado extranjero cuando verbaliza y
vive “In questa reggia”, una de las arias más terriblemente emocionantes de la
historia de la ópera.
El caso de la
princesa podría fascinar a cualquiera. Su vida, quiero decir. La acumulación de
tedios, deseos y miedos que la constituyen como sujeto; el lujoso horror de esa
herencia ancestral que la convierte en el ser casi mítico –“princesa de hielo,
de muerte”, la llaman– que entona esa aria, en ese momento,
cuando en pleno segundo acto la protagonista de la ópera abre la boca por vez
primera sobre el escenario para contarle su historia al extranjero, para
retarlo y tentarlo con el premio; para amenazarlo, también, de muerte.
Se trata de la
virgen que ofrece su más preciado trofeo, su cuerpo, su herida, su tránsito
definitivo a lo abierto femenino, y con eso, además, una vida y un reino, pero
a costa de la muerte de quien se arriesgue a pedir su mano si no logra adivinar
los tres enigmas.
Laten allí la
frescura y la inocencia tramadas al horror y la atrocidad del asunto. No puede
separarse una cosa de la otra. La joven mujer que ofrece riqueza, sumisión,
fidelidad, vida y territorio jamás transitado si el contendiente vence; pero la
muerte, si el atrevido falla en la solución de los enigmas, es casi un
paradigma de tensión dramática. La riqueza de la cuestión no está sólo en la
complejidad de la trama, en el posible deseo de Turandot de liberarse del estigma,
en sus previsibles y secretas ganas de hacerse la mujer del hombre indicado de
una buena vez, en la conciencia de su poder y en el siniestro regodearse en la
amenaza, tierna y horrible, de que fallar implicaría el fin de la vida, el
cese, la decapitación. Todo eso está en la historia, en el libreto de Adami y
Simoni, en la alada música de Puccini, pero también –y sobre todo– en las
sutilezas de la voz que registra y expresa ese momento decisivo en que las
cartas se ponen sobre la mesa y se inicia el macabro juego.
La vasta gama de
inflexiones y la multiplicidad de matices y tonos, la precisa aspereza cuando
se requiere, todo eso permite que esta historia se encuentre contenida en la
voz de María Callas. Al menos en esa aria su victoria artística es definitiva.
Porque la verdad es que no hay que entender italiano o conocer el argumento de
la ópera, no hay que saberse el texto del aria o conocer la pasión de Puccini
por esas historias de exótica truculencia, de emociones excesivas que azotan el
alma. La voz pone en escena todo el asunto, y hasta un adolescente de Siberia o
la Isla de Pascua es capaz de sentir en esa voz la fuerza de una
historia que desconoce pero que puede –voz mediante, en todo su arte–
sospechar, prefigurar, vagamente imaginar y, sobre todo, sentir, piel y pecho
bien adentro. [...]
[...]
Después de oír mil
veces esa aria, por esa voz, tuve la oportunidad de volver a ver Turandot.
Esta vez en la Piazza del Campo, en Siena, sin duda una de las plazas más
hermosas del mundo, con su inestable geología y la aparente arbitrariedad y
diversidad arquitectónica de los palacios que trazan su límite. Se trataba de
un montaje al aire libre, fastuoso y derrochador, nada amateur sino
profesionalísimo. Y cuando se acercaba el momento de “In questa reggia”, mi
emoción estaba tres octavas más allá de lo normal, sea lo que sea que quiera
decir eso. Naturalmente, fue una horrible decepción. No era esa aria, no
era esa soprano; era otra cosa, correcta, virtuosa, me atrevería
a decir que hasta potente y admirable, pero en cualquier caso otra cosa.
No tenía, como la versión de la Callas en los cincuenta, esa conjunción de elementos
que logra, a veces, la obra de arte definitiva. Faltaba el animal. El animal
que le habla al animal. El que funda, fractura o remueve algo en un lugar
impreciso del ser, acaso en los fondos abisales del alma, en las dorsales
oceánicas del corazón.
Roberto Martínez
Bachrich, La voz del animal, Guadalajara, Ditoria Hormiga, 2013,
Colección del Semáforo, 31.
*
[U]na grabación de
la ópera y el coro de La Scala dirigidos por Tullio Serafin y en donde María
Callas representaba a la princesa Turandot.
El recuerdo es
nítido, redondo. Echado en la estrecha cama de la pensión, escuché –escuché de
verdad, por primera vez– “In questa reggia”. Y caí rendido ante el impacto.