Cuando el poder descubre
que la libertad de opinión obstruye el trote de su arbitrariedad, exprime las
cuatro debilidades del intelecto: la seducción de las apariencias; la golosina
de los sofismas; el soborno del egoísmo y, finalmente, los pleitos y las envidias
de los hombres de letras. No hay clase tan indispuesta a actuar como cuerpo como la de los hombres de letras.
Todas sus opiniones son solitarias y desarticuladas. El peso de los argumentos
nunca es suficiente cuando impera el ánimo individual. Los propósitos del
hombre de letras son siempre personales; su vanidad es descomunal mientras su
apego a la verdad es francamente remoto. No vive para la preservación de la
especie sino, en algún sentido, para su destrucción. No lo gobierna la búsqueda
del consenso sino el apetito de contradicción. Sólo admitiría que algo está
bien o mal si ha sido él quien lo detectó. Incluso, por amargura o simplemente
por hacerse el interesante (sobre todo si recibe un buen pago), está dispuesto
a probar que las mejores cosas del planeta son las peores y las más detestables
son ideales. No es que lo domine abiertamente la codicia; es que ésta se filtra
en él silenciosa e invisiblemente al cortejar su vanidad.
[...]
Nunca se había inventado
algo tan conveniente a los rufianes modernos como esa ficción de Legitimidad.
La mentira da en el calvo: justamente entre el servilismo y la pedantería. Los
escultores de ese ídolo han superado a todos los traficantes de amuletos, sean
judíos, gentiles, cristianos. El principio de la idolatría es siempre idéntico:
necesidad de encontrar algo venerable, sin saber qué es o por qué se le admira;
amor a un efecto sin comprensión de la causa; admiración que no deshonra
nuestra vanidad; elevar algo a los cielos para envanecernos de que fuimos
nosotros quienes lo alzaron. Mientras más retorcidas sean las formas de
adoración, más nos halagamos. Mientras más innoble sea el objeto de culto, más
esplendorosos serán sus atributos. Mientras mayor sea la mentira, mayor
entusiasmo habrá al creer en ella y mayor codicia al tragársela. [...] Pero los
creadores de esa nueva ficción legal de la Legitimidad han inventado una nada.
Los antiguos a veces adoraban el sol o las estrellas; sacralizaron héroes y
grandes hombres. Los modernos han encontrado la imagen de la divinidad... ¡en
Luis XVIII! [...] No creen que los dioses sean dioses pero hacen creer que lo
creen, degradando a sus iguales a la categoría de imbéciles. La Legitimidad
responde a esa perversidad. Esa falsa doctrina jorobada que los miembros de la
Sociedad Humanitaria del Derecho Divino han sobrepuesto al altar de la libertad
no es solamente un espectro: es una farsa. Es un prejuicio, pero un prejuicio
consumado; es una impostura que a nadie engaña. Es poderoso sólo por la
impotencia; su resguardo es el absurdo y su raíz son el temor y el odio.