Juan Pablo, de guarnición
en la capital, poco sabe de periódicos desde que Pascual Bailón, nuevo
Cincinato, después de salvar a la patria, se ha retirado a la vida privada a
cuidar sus intereses (una hacienda en Michoacán y un ferrocarrilito muy
regularmente equipado); pero cuando el título del periódico viene en letras
rojas y con la enésima noticia de que “Doroteo Arango ha sido muerto” o que “el
gobierno ha rehusado el ofrecimiento de quinientos millones de dólares que le
ofrecen los banqueros norteamericanos”, o bien como ahora que “ya el pueblo
está sintiendo los inmensos beneficios de la revolución”, entonces compra el
diario. Excusado decir que Juan Pablo prohíja la opinión de El Pueblo de hoy: su chaleco está desabrochado
porque no le cierra más; la punta de su nariz se empurpura y comienzan a
culebrear por ella venas muy erectas, y a su lado juguetea una linda
adolescente vestida de tul blanco floreado, con un listón muy encendido en la
nuca, otro más grande y abierto como mariposa de fuego al extremo de la trenza
que cae pesada en medio de unas caderas que comienzan apenas a ensanchar.
Juan Pablo acaba rendido
la lectura de “los inmensos beneficios que la revolución le ha traído al pueblo”,
a la sazón que sus ojos reparan en el centenar de mugrientos, piojosos y
cadavéricos que están haciendo cola a lo largo de la duodécima calle del
Factor, en espera de que abra sus puertas un molino de nixtamal. Juan Pablo
frunce el ala a la izquierda de su nariz y se inclina a rascarse un tobillo. No
es que Juan Pablo, herido por la coincidencia, haya reflexionado. No. Juan
Pablo ordinariamente no piensa. Lo que ocurre en las reconditeces de su
subconciencia suele exteriorizarse así: un fruncir de nariz, un sordo escozor,
algo así como si le paseara una pulga por las pantorrillas. Eso es todo.