El verano
La mujer de M. aparta la vista del televisor. Aguza el oído
como un animal del bosque para sepultar las risas pregrabadas.
El control remoto es la pala que concluye la inhumación
sonora. La mujer de M. ha detectado un cambio en el aire, en su mundo.
Una tersura súbita envuelve los objetos. En los brazos del
sofá el tacto de la mujer de M. alcanza a distinguir una piel masculina.
Se respira un olor a cosas que nacen, a secretos expuestos.
La mujer de M. se incorpora. En el televisor truenan aplausos mudos.
Una vez en el porche de su casa, la mujer de M. mira las
calles del pueblo. La misma tierra, el mismo vacío. Pero hay algo más.
La tarde se manifiesta en la bolsa de plástico que gira con
lentitud en una brisa eléctrica. La mujer de M. contempla la danza.
En las ventanas de los edificios vibra una gelatina
luminosa. El sol, comprende la mujer de M., el sol se está ocultando al fin.
El largo día deja un cielo que cruje como un celofán con
granos de azúcar que son estrellas. Solsticio, piensa la mujer de M.
La primera noche de verano va colocando sus insectos en
posiciones estratégicas. La mujer de M. vuelve a entrar en su casa.
Conforme las luciérnagas sacan chispas como fósforos, la
mujer de M. planea su cena. Pan tostado y mantequilla. Y frutas hondas. Y quizá
algún dulce bermellón.